UNA MILI DIFERENTE
por Jordi Centelles i Gavin
En 1992, miles de jóvenes debían hacer el Servicio Militar.
A cinco de esos chicos, los enviaron en avión a una fragata, destinada a patrullar ante Yugoslavia, durante una de las peores guerras vividas en Europa.
Fueron nueve meses llenos de experiencias extraordinarias, de momentos muy duros, pero también de increíbles. Convirtiéndose definitivamente, en UNA MILI DIFERENTE.
Uno de ellos, desde el primer día, decidió apuntar todo lo que vivía y pensaba en una libreta. Hoy, esas vivencias se pueden leer, escuchar, ver y sentir en este DIARIO DE SENSACIONES.


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Noviembre 1992

Despedida

Domingo 8 de noviembre de 1992, son las siete de la tarde y me voy al servicio… militar.

Subir el par de peldaños del vagón cuesta un horror, más todavía girarme y verlos todos abajo, tan cerca pero ya tan lejos. Tristeza y resignación desdibujan sus rostros forzados ante un futuro incierto que se esfuma, justo en el instante en que el tren Estrella Galicia empieza a moverse. Dejo en el andén mi mundo, por absoluta y desconcertante obligación. "Que te vaya bien", "escribe", "solo son 9 meses", "ya verás qué bien te lo pasas", las frases se repiten, deben de ser idénticas a las del resto, lo sé, pero cuando te toca a ti, como hoy a mí, es diferente. Mantengo la vista forzada, los busco en la lejanía, familia y amigos se han quedado en la estación de Sants de Barcelona, añorado lugar.

Siempre hacia delante, me digo, y miro al frente. Intento centrarme en ahora y, como mucho, en mañana. Entre gestos de rabia empiezo a ser consciente de que acaba de empezar mi mili. Viviré experiencias nuevas y diferentes. Y sé que nada volverá a ser igual. Decido no mirar atrás, eso ahora solo me produce nostalgia y una desmesurada ansiedad por volver. Y no podré. ¿Permisos?, no sé cuándo o de cuánto. Así que decido no pensar en ellos, por si tardan en llegar, o simplemente se quedan por el camino.

Estoy solo, ahora y aquí. Tren 923, coche 51, plaza 98C, con una pequeña bolsa de viaje, mi abrigo favorito y un diario con las páginas todavía en blanco. El diario me lo han regalado poco antes de subir al tren dos de los mejores amigos de mis padres, José Manuel y Blaia, mientras emocionados decían: “seguro que te pasarán cosas increíbles y aquí las podrás escribir”. Quizá tengan razón, quién sabe. Por si acaso lo apuntaré todo.

El viaje será largo, unas 20 horas. A mi lado, con idéntico billete, está Ángel. Me explica que aparte de amigos, familia y trabajo, también deja pareja. Se le ve bastante abatido, pero le sonrío y, buscando optimismo, encontramos unos bocadillos en el equipaje que, junto a unos zumos, agua y galletas, nos brindan una cena más que decente. Comemos, hablamos y nos relajamos entre risas hasta ver el Pilar iluminado, que nos hipnotiza por un instante y nos devuelve a la realidad, mientras entramos en Zaragoza.

Sube un grupo de maños, resignados a acompañarnos. Al frente, un chico rubio, de casi dos metros de alto y anchas espaldas. Cruzamos miradas y sonreímos, sus ojos son diminutos pero brillantes. Desprende timidez, pero también seguridad. Dice llamarse Jesús y creo que nos llevaremos bien. Detrás suyo también entra en el compartimento -donde estábamos solos Ángel y yo– otro compañero de viaje, diciendo: “Hola, soy Michel, ¿se puede? Sí, claro. Pues bien, aquí nos sentaremos, que el viaje es largo. A ver dónde está la familia y los amigos que les diremos adiós. Adiós, adiós, joder qué suerte tenéis de quedaros aquí...".

La noche será larga, pero no dejaremos que sea triste: de eso nada. Hablamos, explicamos chistes y ya no estamos tan mal. Somos muchos, tenemos que estar unidos y vamos a conseguirlo. Hago el esfuerzo de sonreír. La primera es la que más cuesta, pero lo consigo. Y cuando se contagia, todo es más fácil. Es la mejor carta de presentación, cuando es sincera, abierta y verdadera. De madrugada, con facilidad me conquista el sueño. Nunca he sido buen trasnochador. Así que, sin ofrecer apenas resistencia, me dirijo a mi asiento -que no cama- donde tras las dificultades para acomodarme, consigo dormir algún rato, poco y mal. Cierro los ojos, pero en mi rostro se mantiene despierta una sonrisa, porque ya no estoy solo.

En la Armada

El amanecer nos muestra un paisaje poco familiar. Ángel acepta la llegada de un nuevo día, mientras que Jesús y Michel estiran la noche tanto como pueden. Tenemos hambre, sueño y un total desconcierto invitándonos a pensar: "¡qué estamos haciendo aquí!". Así llegamos a Betanzos y bajamos del tren. Viendo alejarse el Estrella Galicia con destino a La Coruña, esperamos un tren de cercanías en un andén tristemente gris. Nos abraza un escalofriante viento, único anfitrión bajo un cielo que de azul tiene bien poco.

El silencio se deja oír con descaro en nuestra aproximación final y no hacemos más que suspirar cada vez que al detenernos leemos cualquier cosa menos “Ferrol”. Pero llegado el momento, el deseo de mantener las puertas cerradas contradice la obligación. Es entonces cuando aparecen los primeros militares, armados de escasos chistes de dudosa valía. De nuevo volvemos a esperar, ahora a dos viejos y grises autocares de la Armada, que nos llevarán a la base naval de la Armada en Ferrol.

Atravesamos la ciudad sin hacerle demasiado caso, y tan solo el famoso caballo del Caudillo -con dicho personaje a sus lomos- resulta sorprendente, más por incredulidad que por complacencia. Verlo todavía erguido y a las puertas del ejército parece más una broma de mal gusto que una coincidencia del destino.

Finalmente entramos en la base militar tocadas las dos de la tarde. La barrera de la entrada se eleva al vernos llegar y, al pasar por debajo, nos arranca en un instante del mundo civil al que orgullosamente pertenecíamos.

Seguimos avanzando hasta detenernos entre un puerto repleto de barcos cargados de armas y un enorme edificio de altos techos y alargadas ventanas. Todo, absolutamente todo, es de color gris. Al parecer, hemos llegado al que será nuestro “hotel” hasta el 5 de diciembre, día de la “Jura de Bandera”. Nos conducen por su interior hacia una gran sala, para por fin saciar nuestros desencajados estómagos. A la hora del café nos bajan a la peluquería, donde la típica pregunta "el señor dirá" es substituida por un amenazante “de dónde eres”. Sin mirarnos ni al espejo nos llevan de compras con la visa del ejército, pero sin posibilidad de elegir, y poco después reparten al millar de malas fotocopias en diez brigadas.

Sustituyen nombres por números con locuaces palabras: "A partir de ahora solo sois eso: un número". Hola, me llamo 6129, sexto rancho, número doce, novena brigada. Después de dieciocho años y dos meses cultivando mi personalidad con gran esmero y la inestimable ayuda de familia, amigos, profesores y otros tantos, ahora, de un soplo, nos quedamos en cuatro cifras, y sin ni tan siquiera preguntar.

Todavía masticando la cena nos llevan a las habitaciones o sollados, como las llaman aquí. Acto seguido, los cabos de nuestra brigada nos quieren dedicar unas palabras de bienvenida: “Ves qué bien -pensamos- al menos son educados”. Se han subido a lo alto de las taquillas, sentándose entre las vigas y travesaños del techo y nos escupen un despreciable y arrogante monólogo. Miro al atemorizado rebaño de ovejas en que nos han convertido, pues más perdidos, asustados y temblorosos no podemos estar. Dónde nos han metido, parecemos pensar todos. Y sin descanso ahora ordenan, nuevamente a gritos, que nos metamos cada uno en su catre. Totalmente desorientados, nos apresuramos a buscarlo todavía sin saber muy bien dónde está. Solo el número que ahora dicen que somos lo confirma, así que cada uno busca la pequeña placa metálica que lo indica. El sollado de la novena brigada me recuerda una pista de autos de choque, pero aquí no hay motivo de alegría. Nos movemos sin sentido ni orientación, atropellando y aceptando empujones con resignación. Las miradas de miedo, pavor e incredulidad se van cruzando hasta llegar a las literas. Hoy hay cama, pero no encuentro ninguna sonrisa cuando apagan las luces a las once y media. Tengo sueño, estoy cansado y me tapo cabeza y todo.

Quiero ser libre

"Venga señores, todos fuera de la cama, arriba, ¡RÁPIDO A LAS DUCHAS!"... Son de nuevo los cabos dándonos los buenos días, a su manera y a las 5 de la madrugada. Una ducha rápida, vestirse, hacer la cama y recogerlo todo. No sabemos qué pasa, todo sigue oscuro y en silencio mientras deambulamos camino del comedor, donde finalmente nos lo explican: hoy somos la brigada de guardia y nos encargaremos de barrer, fregar, servir o vigilar por dentro y por fuera el CIM Ferrol (Cuartel de Instrucción de Marinería de Ferrol).

Repartidos en pequeños grupos de 5 reclutas, nos envían a limpiar el patio interior, donde armados con escobas barremos, sin pasar frío y con música de fondo, procedente de la cantina. Pasado un rato, mientras seguimos barriendo, empezamos a intercambiar sonrisas envueltos por las primeras notas de una canción que irónicamente, describe perfectamente nuestra situación.

A las sonrisas, les sigue nuestros tímidos, pero rítmicos movimientos bailando con las escobas. Poco después aparecen las primeras palabras entre compañeros de brigada: “cómo te llamas, de donde eres…” y hablamos sobre la primera noche como amigos de toda la vida: “¿Crees que los cabos eran así antes de llegar aquí?” pregunta Federico, justo cuando nuevas órdenes nos llevan ante un impresionante montón de porquería y un camión vacío. Ahora bajo la lluvia, con un frío intenso y sin música ambiental. Estamos rodeados de histéricas gaviotas peleándose por un trozo de basura y sobre todo de ratas, muchas ratas.

Con el camión lleno llega la hora de la comida y debemos mantener las mesas repletas de pan y agua para el resto de las brigadas. “Jefe, me trae una jarra de agua, por favor”. Me giro extrañado y veo a Jesús, con una amplia sonrisa al verme entre las mesas. Me acerco y le pregunto cómo va: “Fatal macho, ¡dónde nos hemos metido, Jordi!”. Me pregunta qué hago repartiendo agua y le explico que la novena brigada está de guardia. “¡Venga, cuídate!”, y sigo con lo mío.

La comida acaba con la limpieza general del comedor y, zanjado el tema, salimos al patio exterior. De nuevo con las escobas en mano, observamos cómo todas las brigadas menos la nuestra se inicia en el arte de la instrucción militar. Mientras los cabos vociferan como posesos -Federico y yo nos miramos y reímos- todos seguimos sin entender por qué gritan con más fuerza contra más cerca de la oreja de un recluta están. En fin, serán cosas de la mili.

Mañana otra brigada estará de guardia y la novena se estrenará desfilando por primera vez en la pasarela militar. “¡Te has quedado embobado mirándolos!”, me dice Vicente. “Tienes razón. Nunca los había visto tan de cerca. De hecho, nunca los había visto. Solo en las películas”, le contesto. Reconozco que me llaman poderosamente la atención la docena de barcos militares cargados de armamento que hay delante del CIM. Me resultan mucho más terroríficos que en las pantallas. Siento escalofríos solo de pensar que son máquinas pensadas, diseñadas y construidas para intimidar, disparar, destruir y matar. Orgulloso, un militar que nos observaba se acerca y destaca la fragata Extremadura (F75), “la que estuvo en la Guerra del Golfo (1990 - 1991) cuando Irak invadió Kuwait”, nos dice. Y sin más, da media vuelta y se aleja caminando. En aquel conflicto 34 estados bajo el mandato de las “Naciones Unidas” y lideradas por el ejército de E.E.U.U. iniciaron la operación “Tempestad del Desierto”. Culminó con la rendición de Irak y fue la primera guerra transmitida en directo por televisión. Murieron más de 20.000 personas y costó unos 61.000 millones de dólares. Y yo que pensaba que hablando se entendía a gente… “Naciones Unidas” para destruir a otra que invade un país lleno de petróleo…

Acabada la cena, limpiamos de nuevo el comedor, pero cuando ya dábamos por finalizada nuestra guardia, tenemos una última misión que cumplir: “¡vosotros cinco, a la cocina!”. Y la cocina es una gigantesca sala donde diariamente alimentan a casi 1.500 bocas, entre militares, civiles trabajando y jóvenes reclutas. Así que manos a la obra. Recorremos la enorme estancia de punta a punta bayetas en mano. Limpiamos ollas, encimeras, campanas, puertas y demás. Buscamos dónde aclarar los trapos y al abrir una enorme olla descubro con orgullo que es el lugar ideal porque está repleta de agua, y, aunque un poco turbia, creo que servirá. Así que dejo la tapa en el suelo y ante la aprobación del resto, todos vamos aclarando los trapos sucios, en aquel recipiente con un líquido cada vez más oscuro y pestilente.

Tres horas después, durante la supervisión de nuestro trabajo, nos preguntan: “¿Por qué la olla con las lentejas de mañana tiene la tapa en el suelo?”. Se nos ponen los ojos como platos mientras Vicente, muy sutil y aparentemente sin inmutarse, coge la tapa y la pone en su sitio. Tocadas las once de la noche, los cinco salimos de aquel lugar corriendo hacia las duchas, entre risas de complicidad que desde hoy nos unen en este secreto que nunca nadie descubrirá.



Mas información sobre la Guerra del Golfo (1990 – 1991):

https://ca.wikipedia.org/wiki/Guerra_del_Golf

https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_del_Golfo

Mal

Los despertadores andantes nuevamente suenan a irritante volumen y desesperante tono. A pesar de ello, la alargada sombra de la noche consiguió atrapar las seis y media, desembocando en una ducha seguida por sorpresa de la ropa de deporte, augurándonos, en breve, frío a raudales. El café con leche, un croissant y una naranja nos mantienen a cubierto hasta las ocho menos cuarto, cuando nos recibe lo inevitable. Escalofríos, frotar de manos y una sensación de ridículo espantosa: calcetines blancos a la altura del tobillo, pantalón corto azul oscuro y un jersey a conjunto, estrecho, pequeño y dejando la cintura al descubierto. La humedad y el frío nos envuelven como estatuas en el patio exterior cuando gritan “¡FIRMES!” seguido de un cañonazo y la izada de bandera. Desconcertados, cuando ya nos veíamos haciendo deporte y entrando en calor, nos llevan a la peluquería, que decepción. Pero allí la destreza de los peluqueros oficiales se esforzará en disimular la saña con la que se cebaron en muchos de nosotros, aquellos otros que, según nos dicen, solo estaban para “esquilar ovejas”. Otra ducha, siempre rápida, nos encaminará -ahora vestidos de faena- hacia los desfiles, y éstos directamente a los treinta minutos del bocadillo: hoy de mortadela y a las once de la mañana. Aprovechamos para relajarnos y dejar circular sin peajes o retenciones a los rumores. Surgen como hormigas en primavera y el más nuevo confirma la jura de bandera el sábado 5 de diciembre. También transita otro divulgando porcentajes, según el cual solo tres de cada diez catalanes permanecen en el CIM. Para la mayoría el misterio seguirá hasta la jura, exceptuando a madrileños y a algunos maños, porque pasarán el resto de mili en la capital del estado. “Curioso lugar alejado del mar y sin playa para ubicar el Cuartel General de la Armada, vaya, vaya” dice entre risas Vicente, añadiendo: “Y lo digo yo, que soy madrileño y de Vallecas”.

Lo mejor del día parece llegar siempre con sus últimos coletazos, cuando la calma envía a paseo las obligaciones de la jornada y nos sentamos a cenar, como empieza a ser habitual, Michel, Vicente, Federico y yo juntos. La falta de amigos nos lleva a buscarlos donde quizá nunca lo imagináramos y una sonrisa siempre lo facilita todo. Más relajados, empezamos a reír y a explicar cosas más allá de los muros que nos privan de libertad. Descubrimos motivos de distracción, de esperanza y hasta de optimismo, pues con solo tres días de mili todo es irremediablemente negativo, pesimista e interminable. Y no hacemos más que preguntarnos por qué no nos interesamos más por otras alternativas, antes de resignarnos -tan ignorantes- al desconcertante ejército y su servicio militar. Coincidimos en querer pensar que no todos los militares serán iguales. Pero, por lo visto hasta el momento, destacamos su desmesurado orgullo, elevadísimo tono “natural” de voz, y lo más curioso: siempre nos hacen correr, para después hacernos esperar sin hacer absolutamente nada. Tampoco sonríen, comenta Michel, al menos todavía, y llevan siempre el ceño fruncido. Pero nos reconforta enormemente no ver armas dentro del CIM.

Durante el postre decidimos subir al sollado para continuar la conversación, ignorando la película proyectada en el cine del CIM. Michel confía en una mili tan corta como su vista, aquejada de una contundente miopía. Vicente, Federico y yo, quizá más tontos que prudentes, conscientes de estar en perfectas condiciones, nos resignamos a no dar un paso al frente en el momento oportuno, justo cuando coincidimos por primera vez en la cola de las alegaciones.

Poco antes de dormirnos, Vicente, de nuevo, deja una de las suyas: “pues las lentejas tampoco estaban tan mal, ¿verdad?”, “¡SILENCIO!” nos gritan justo cuando apagan las luces. Hoy me tapo hasta el cuello y dibujo una amplia sonrisa -de nuevo- en mi cara mientras me duermo, con la ocurrencia final de Vicente, al final tampoco acabamos el día tan mal.

Mejor

Presumiendo la intención de tenernos listos a las siete en punto, la jornada comienza diez minutos antes, para ser recibidos por el frío amanecer, todavía repleto de estrellas, cuando formamos a las 7:30, esperando inmóviles y en silencio el cañonazo de las ocho en punto.

Durante el día de hoy llega el primer psicotécnico de los muchos que haremos. Al parecer, una vez completados los envían a Madrid, donde tras verificarlos un potentísimo ordenador, obtendrán los principales rasgos de la personalidad de cada individuo, en una nueva y arrogante violación de la intimidad, camuflada en una mejor asignación de destinos.

Con el bocadillo a buen recaudo, proseguimos con la elección de preferencias sobre posibles destinos, y los únicos relacionados con barcos son: CIC (Centro de Información y Combate), sonar, artillería 3", artillería y faenas marineras.  Siempre que puedo muestro mis preferencias, centradas exclusivamente en embarcarme. Me atrae una barbaridad la posibilidad de recorrer mundo. Sería fantástico poder viajar, aunque sea en un barco gris y armado. Sea donde sea, el caso es aprovechar la mili para conocer nuevos lugares. A pesar de ello, por ahora, lo único que vamos a visitar es la zona de desfiles y caminando. Desfilar es aburrido, pesado y monótono. Suerte a los muchos descansos, pues sin ellos el bloqueo mental seria total delante de tan inútil aprendizaje.

El sol claramente se ha alejado de su punto más álgido y llegamos al final de las clases. Otro día menos, insignificante flor de primavera que, aunque no la crea, ayuda. Empezamos a tener claro el día a día hasta la jura de bandera, el sábado 5 de diciembre: 6:20 diana, 7:00 desayuno, 7:30 a formar, 8:00 izada de bandera y clases, 11:00 bocadillo, 11:30 más clases hasta la comida de 13:30 a 15:30 y después otra vez clases hasta las 18:00, a las 19:00 cena y a las 23:00 silencio y a dormir.

Por el momento los horarios se confirman y a las seis en punto de la tarde me decido a no percibir sonido alguno ajeno al del agua. Nada como una buena ducha para despojarme de los restos de tanto desfile militar. Quien anunciaba duchas de un minuto en la mili erraba la afirmación, pues si dos cosas destacaran en ésta son: duración y temperatura. Me recreo bajo ella sin preocuparme de nada más, mientras recuerdo, por contraste, el frío desfilando por no poder vestir el jersey bajo la marinera o camisa gruesa. Se escudan en la falta de autorización del comandante del CIM. Creemos que solo es un pretexto encontrado al vuelo para protegerse, antes de reconocer que el comandante seguramente ni tan solo lo sabe, y si no se le ocurre, mucho nos tememos, nadie se lo pedirá. Ridiculeces deslizándose junto al jabón ahora mismo. También pienso en que próximamente recibiremos el resto de la ropa que, según parece, será bastante. Lástima que después no nos la dejen utilizar.

“Jordi, ¿piensas salir de la ducha o les decimos a los cabos que te traigan la cena a la suite?”. Vicente no aparenta seriedad lo mires por donde lo mires. Este madrileño de Vallecas de metro noventa, rubio y de ojos azules, “como manda la tradición” le digo a veces entre risas, es de aquellas personas que siempre parecen estar tramando algo, de mirada revuelta y broma dispuesta. Su principal obsesión es enviar cartas a todos sus amigos, más por una apuesta que por costumbre, como él mismo dice. “Pues no estaría mal que me trajeran la cena a la habitación, pero ¡ya salgo!”. Bajamos a cenar, tranquilos, relajados y sonrientes. Esto es duro y lo seguirá siendo durante 9 meses más, pero nos estamos preparando para estar mejor.

Pretty...

Si fueran el despertador de la mesilla, lo apagaríamos de un manotazo y nos daríamos la vuelta. Y ahora -en teoría- el centenar de rostros dormidos deberemos meternos como podamos en unas pocas duchas con el despertador siguiéndote a grito pelado enganchado a la oreja. Es una acción sobrada de riesgo si ambicionas desayunar sentado. Siguiendo al resto como en un rebaño, empiezo a despertarme recordando la ducha de ayer por la tarde y un esbozo de sonrisa parece iluminar mi cara, así que salgo del lavabo en menos de un minuto mínimamente mojado como para - toalla en mano- aparentar una ducha rápida.

Pocas cosas evitan la rutina a lo largo de la jornada, pero la única destacable llega pasada la izada de bandera con la visita a los grandes almacenes de la armada, donde un grupo de profesionales nos orientan con sus sabios consejos sobre las más innovadoras tendencias en la moda militar del momento. Para la recientemente estrenada temporada invernal adquirimos para diario faenas, jersey y boina azul marino, combinadas con camisetas blancas, aptas para vestir tanto a diario como en días festivos junto al clásico pero imprescindible traje de marinero, utilizado del mismo modo también para la comunión, pero azul marino y de pura lana virgen, junto a un Lepanto blanco con tafetán incluido y, el nombre del destino en una fina escritura sobre la frente, que se ocultará parcialmente. Los complementos acentúan la elegancia militar con detalles elementales, necesarios para cómodamente esquivar el húmedo frío de marina. El chaquetón, pieza imprescindible, sin duda da el toque definitivo para culminar esta parte de la colección, utilizable incluso de paisano, a pesar de la prohibición. La previsión honra a este cuerpo, sugiriéndonos asimismo el vestuario primavera-verano con similares prendas a las ya mencionadas. Esta vez de corte estival y fabricadas en tela más ligera, fresca, suave y color blanco inmaculado. Para terminar incluso nos toman unas fotos vestidos de bonito. Al pasar por caja -según nos dicen- la factura asciende a unas setenta mil pesetas (unos 420€ al cambio actual) por recluta. Pero salimos del “Centro Comercial” dando las gracias y cargados de ropa mientras cantamos: “Pretty Woman…” y entre risas tarareamos la famosa canción de Roy Orbison, recordando la película con Julia Roberts.

Por la tarde nos iniciamos en clases de canto, ensayando el himno de la marina a pulmón pelado bajo unas nubes amenazantes. Cantamos horriblemente mal durante cerca de una hora, hasta que finalmente llega al rescate nuestra -no siempre- aliada lluvia en este viernes y trece.

La sobremesa posterior a la cena transcurre en el sollado. Allí las tensiones se desinflan y recuperamos -parcialmente- la idea de sentirnos personas. Hablamos, escuchamos, leemos o escribimos, todo con calma y por supuesto sin gritos. Conversaciones curiosas, cargadas de aflicción, pueblan nuestras bocas y oídos, ansiando la comprensión y el porqué. El "Cádiz", gaditano incuestionable, expone su punto de vista, el de un joven que es sacado de su pueblo por primera vez en toda su vida y llevado a más de mil kilómetros, lo plantan delante de un edificio entre más gente de la que había visto nunca junta y le imponen un ritmo frenético que no entiende ni concibe. Y además están sus problemas para hacerse entender, pues ni los propios andaluces son capaces de descifrar el significado de algunas de sus expresiones, de tan cerrado que es su acento. Prudente, solitario y asustado recibe el apoyo unánime del resto de la brigada: “Tranquilo, Cádiz, puedes contar con nosotros para lo que sea”. Y ese apoyo incuestionable ni gritos ni prisas lo podrán evitar.


Lista de ropa/utensilios recibidos:

1. “Babero” de marinero y tafetán (1)

2. Abrigo de lana azul marino (1)

3. Boina azul marino con un ancla amarilla como escudo (1)

4. Bolsa (1) de baño con: 3 cepillos y un trapo (para calzado y ropa), un cepillo de dientes, una pastilla de jabón y su jabonera, una máquina de afeitar, un bote de espuma de afeitar, cuatro rollos de hilo, tres agujas, un dedal y unas tijeras.

5. Botas de cordones, negras y de piel en mi caso, aunque también las hay de plástico (1)

6. Braga (1) para el cuello de lana azul. Una bufanda circular y cosida en los extremos.

7. Calcetines blancos (2). Solo para deporte

8. Calcetines negros (4 pares)

9. Calzoncillos blancos (4)

10. Camisas blancas (3)

11. Chaleco de lana (1), para cuando hace mucho frío

12. Cinturón (1), para el traje de bonito

13. Cinturón (1), para la faena de diario

14. Faenas (pantalón y camisa recios azul marino) (2). Para usar a diario

15. Guantes marrones (1 par)

16. Impermeable plegable azul marino (1)

17. Lepanto (1). El típico sombrero blanco de marinero

18. Pantalón corto de deporte azul marino (1)

19. Pañuelos blancos de algodón (4)

20. Petate gigante blanco gigante blanco (1). Impermeable si no lo lavas nunca.

21. Sandalias de piel negras (1 par)

22. Toallas blancas medianas (3)

23. Traje de bonito blanco (2). Para cuando no haga frío y/o nos digan: “ponéroslo”

24. Traje de bonito de lana azul marino (1). El típico de marinero para “momentos especiales”

25. Zapatillas de deporte blancas y azules (1 par). Si con “esto” tenemos que correr…

26. Zapatos con cordones, negros de piel (1 par)

Día de Relax

Hoy es el primer sábado de mili. No tendremos desfiles y podremos hablar, leer, escribir y lo más celebrado: volver a salir al mundo civil después de una semana encerrados. Eso sí, siempre vestidos de bonito. Hasta la Jura de Bandera estamos obligados a ir por la calle, entre civiles, vestidos de militares y -como cenicienta- siempre volviendo a una hora en concreto, en nuestro caso antes de las ocho de la mañana del próximo lunes. El jueves se inició la venta de billetes de autobús para ir a La Coruña, Pontedeume, Pontevedra, Santiago de Compostela o Vigo. La mayoría se decide por La Coruña y Pontedeume, la cuestión es salir del CIM, pero sin alejarse demasiado y siempre disfrazados de bonito. Yo al contrario que la mayoría, decido quedarme en el CIM. Somos unos cuantos los que nos inclinamos por degustar durante el fin de semana el estresante CIM de lunes a viernes. Serán dos largas, placidas y tranquilas jornadas, cuando el CIM carece prácticamente de obligaciones, civiles y sobre todo de militares. Ahora es cuando mejor sé esta, solos, sin horarios y sin nadie causándonos estrés. Lo único malo es el tener muchas más posibilidades de estar de cuartelero, durante el día o la noche. Y por no salir me ha tocado, pues era casi imposible esquivarlo: seremos 4 los cuarteleros durante todo el día: “¡Qué bien!” pienso, será durante el día y por la noche podré dormir sin tener guardia. Estaremos dentro del sollado desde las siete a las veintitrés horas, principalmente vigilando, limpiando y controlando el poquísimo tránsito humano dentro del sollado. En definitiva, sin hacer nada importante, pero carentes de libertad para dar una vuelta, por pequeña que sea, fuera del sollado de la novena brigada.

Con la tranquilidad y obligación de estar de cuartelero durante todo el día, me dedico a repasar y apuntar con más pausa detalles de la primera semana en el diario. De hecho, he decidido quedarme para poder escribir con más pausa, tiempo y reflexión.

En nuestra brigada, hay jóvenes llegados de Bilbao, Castellón, El Ferrol, La Coruña, Madrid, Málaga, Marbella, Sevilla, Vigo o Zaragoza. De donde menos, de Cataluña, tan solo somos dos, de Lleida y yo de Blanes, bueno, al menos es donde vivía desde hace muy poco. Al parecer, normalmente a los catalanes los envían hacia Cartagena y San Fernando, en Cádiz, y aunque me consta que somos unos cuantos entre los 1.000 reclutas que llegamos hace una semana, en general aquí predominan andaluces, aragoneses, gallegos y madrileños.

El ambiente dentro del sollado es muy bueno, y hay bastante compañerismo, pero al ser tantos y de lugares tan distantes, la tendencia es crear grupos, sin despreciar en ningún momento a nadie. Destacaría los andaluces. Son una piña que, con su abierto carácter dibujan irremediablemente una sonrisa en su camino, incluso cuando el camino es desconcertante, oscuro y complicado. Ellos siempre tienen un punto de vista positivo capaz de encontrar una sonrisa donde creías que nunca la encontrarías: ¡Qué grande que es Andalucía!

Los gallegos disfrutan de la destreza y maestría imprescindible para ser unos grandes “relaciones públicas”. Ellos juegan en casa y eso produce envidia -no siempre sana- por poder pasar el fin de semana en sus casas. Finalmente quedan los aragoneses que, junto a madrileños y catalanes, forman un gran trío contradiciendo tópicos, como en cada país, imagino.

Tanto lugar de procedencia como nivel cultural y/o económico no suponen ningún obstáculo para que -hasta ahora- podamos estar orgullosos del buen ambiente cultivado, quedando como única dificultad memorizar ochenta y siete nombres en un tiempo tan relativamente minúsculo. Así que, recurrimos a algo -por lo visto- tan típico en la mili, como llamar a cada uno por su lugar de procedencia, resultando así más fácil de acertar: Bilbo, Cádiz, Catalán o Madriles.

El día "D"el partido

Quince minutos pasadas las siete de la mañana, nos levantamos y nos damos los “Buenos días”. Bajo de mi cama, la central en una litera triple. Lavabo, vestirse y hacer la cama con calma, sosiego y silencio. Es domingo, hay todavía menos gente y no tenemos absolutamente nada que hacer, motivo subrayado y en negrita por el suave ritmo al que nos someten.

Tras un corto debate con los compañeros de brigada, decidimos jugar al deporte nacional – en este país- por excelencia. Así, cambiada la faena por las prendas deportivas, salimos de los vestuarios conocedores de que solo una pelota nos separa de nuestro gran objetivo para hoy. Deberemos encontrar a alguien con suficiente autoridad como para concedernos el circular deseo, obteniéndolo instantáneamente sin prácticamente esfuerzo: ¡el futbol es así!

En el mismo terreno de juego quedan definidas las alienaciones finales, y los porteros, como tantas veces en estos casos, se deciden por sorteo con el esférico colocado. El partido, a punto de iniciarse entre los “camiseta blanca” y los “jersey azul”, carece de árbitro o de cualquier otra autoridad superior imponiéndonos su criterio… profundo placer. Un par de horas más tarde quizá haya sido un partido más, como aquellos de colegio en que jugábamos hasta cansarnos. El resultado ya olvidado era lo de menos. La pelota deja atrás el estrés, la ropa sudada a una bolsa, esperando ser lavada y, el resto a las duchas.

Ilusionados ante la esperanza de encontrar un sabroso menú de domingo por la tranquilidad del momento, lo recibimos sin merecer más mención. Le sigue una sobremesa, ostentación entre semana, aparecida hoy con esta quietud insospechada. Pero sin sofá, tele y en un lugar muy lejano a aquel llamado hogar. Echamos en falta el poder conferido por el mando a distancia, especialmente en los últimos días como civiles, en que éramos los reyes de la casa. Buscamos alternativas que nos distancien de la nostalgia, confiamos en la velocidad del reloj para intentar almacenar estas últimas horas del primer domingo y -como no- lluvioso día de mili en Galicia.

Decido ir a llamar por teléfono, me dirijo a las cabinas de teléfono, donde un número y unas monedas serán el único enlace en vivo y en directo durante unos minutos con mi familia y mi anterior vida. Más o menos es la misma hora que hace una semana salíamos de casa. La conversación la inicio respirando hondo y diciéndoles que, evidentemente, estoy muy bien, y para no tener que hablar demasiado, prosiguió con la demanda de información. Si hablan ellos yo no tendré que hacerlo. Aquí la televisión y la radio son recuerdos del pasado. Prácticamente ignoramos incluso el día en que vivimos y solo conocemos las noticias si bajamos a la cantina a ver las portadas de diarios -la mayoría deportivos-, o subimos al "Bar de Paco" coincidiendo con radio o televisión a pleno rendimiento si hay partido o noticias de deporte. Perdón, he dicho “¿deporte?” cuando quería decir “¡futbol!”. Es como si al entrar aquí la vida en el exterior se hubiera detenido. Podría ocurrir una catástrofe aquí al lado y no nos enteraríamos. Vivimos en una situación de aislamiento realmente inquietante si la meditas pacientemente. Durante la conversación mantengo un tono tranquilo, relajado y creo que hasta creíble cuando, me preguntan una y otra vez: “¿Como estás?”. Llegado el momento nos despedimos y cuelgo el teléfono. Respiro profundamente y me digo: “¡olvídalos!, no pienses en tu vida anterior y céntrate en el aquí y ahora”. Finalmente me alejo la cabina de teléfono y me dirijo al CIM, en la oscuridad de este frio y lluvioso domingo gallego. Si quieres que salga el sol, primero se tendrá que hacer de noche.

Lunes

Empezamos la semana, vestidos de blanco y, aunque ignoramos él porqué, comenzamos a acostumbrarnos a tener la ingenuidad como compañera. Formados ante el CIM a media hora larga de la bandera, la única obligación ahora mismo es sufrir un frío especialmente severo acompañados de las blancas y finas prendas de verano. Por supuesto nadie duda qué día es hoy. La visita a la sastrería nos descubre la razón, donde medir, marcar, cortar y coser tienen la culpa de todo. Antes de volver a la faena azul, nos obligan a ducharnos de nuevo, tan solo una hora y media después de la primera de este lunes y, ignoramos nuevamente el porqué. Así que otra vez al agua, ellos mandan y nosotros… pues eso.

La rutina diaria se recupera, primero desfilar y después clases teóricas. Desgraciadamente hoy toca aprender el funcionamiento de las armas. Esos artilugios tristemente inseparables de la raza humana y que para pocas cosas buenas sirven. Dispositivos que ignoran la empatía, la comprensión, la educación, la inteligencia y el respeto. O simplemente se adelantan a cualquier atisbo de pactar acuerdos beneficiosos para todas las partes implicadas en un conflicto. Y nos explican su funcionamiento con orgullo, como si fueran el gran invento de la humanidad. Como decía antes… ¡sí!: hoy es lunes.

Nos hacen cambiar nuevamente de ropa para ir a deporte y después de media hora corriendo -podría ser más, pero también menos- hacemos algunos estiramientos y nuevamente a las duchas, ahora sí, con toda la razón.

Un gran hueco libre ocupa el estómago cuando llega la comida justo en el mejor momento para la lluvia. Tras el descanso, pocas veces habíamos bajado a desfilar tan contentos, pues la lluvia sigue disfrutando y bailando sonoramente en el exterior. Difícilmente podremos dar vueltas al son del tambor. Así, mientras ellos debaten qué hacemos, nosotros pasamos el rato hablando y deseando que no deje de llover.

Una hora más tarde, las leyes militares nos ayudan a mantenernos a cubierto, pero no concentrados, atentos o despiertos. Abrumadores bostezos hasta con lágrimas incluidas, están a punto de dislocar la mandíbula a más de uno, de dos y de tres.

Llega el momento de la cena, y el cine finiquita otro día sin historia, pues ni la película “Mistery” es capaz de colmar un lunes tan gris. Pero es que así es la mili y así pasan los días en ella. Subo al sollado y me estiro en la cama a escribir un rato. Repaso mentalmente el día y lo escribo. “¿Ya estás escribiendo otra vez?”. Es Michel, a pocos días de que le envíen a casa por la miopía. Recuerdo perfectamente sus palabras al subir al tren en Zaragoza, cuando entró en el departamento y con ese acento tan maño hizo aquel monólogo lleno de ingeniosos detalles. Me resultó simpático al instante y por suerte o casualidad, no nos hemos separado desde entonces porque incluso formamos parte del mismo rancho. Lo encontraré a faltar cuando se vaya un día de estos. Pero me alegra que vuelva a ser civil.

Algunas veces me pregunto el porqué de este diario, pues la mili carece de total interés y su monotonía es realmente desesperante, exasperante, irritante… Quizá sea el deseo de poder recordar en el futuro largos viajes repletos de historias lo que me anime a insistir en la materia. Quizá sea que soy un soñador. Solo el tiempo lo dirá, pero por el momento mantendré la esperanza a mí lado, bien cerquita. Quizá más por optimismo que por realismo, ¡pero se queda conmigo!

Nacidos para Matar

Nos muestran un vídeo donde militares disparan en un campo de tiro, justo el mismo que visitaremos un día de estos, con idéntico fin. Hoy también nos han dado un arma de fuego y un puñal/bayoneta a cada uno por primera vez. Lo apuntaré en el diaria como una fecha a no recordar. Horrorizado, he sentido un tremendo escalofrío al coger por primera vez estos detestables instrumentos, fruto del miedo y el odio de la raza humana. Las ganas de no cogerlos o tirarlos directamente al suelo eran muy grandes, pero mi reacción me hubiera provocado consecuencias muy severas. En el ejército se obedece y punto. Más tarde, curioseando con recelo, observo con buenos ojos como el óxido viste por completo estas armas y, cómo a los fusiles les faltaba toda la maquinaria, haciendo imposible su funcionamiento. Seguramente esa será la razón más importante por la cual nos los den para desfilar. Además de obtener un ahorro de peso considerable. Pero siguen siendo armas.

Empezamos a desfilar con semejantes artilugios -cosa nada fácil- resignándonos al resultado final, pues nadie duda de que se saldrán con la suya y acabaremos desfilando mínimamente bien. Para eso nos han traído aquí y por eso pasamos la práctica totalidad de las jornadas desfilando. Ahora aprenderemos a montar el puñal en la punta del fusil, a modo de bayoneta. Ver cómo nos lo muestran con total naturalidad me produce un total desconcierto. Si no voy errado, la bayoneta sirve sencillamente para “rematar” al enemigo después de haberle pegado un tiro, en una cruel lucha cuerpo a cuerpo. Pero, por lo que más quieran, cómo pueden llevarnos a una “supuesta clase” para enseñarnos a matar. ¿Tan diferentes somos civiles de militares? A esto que se referían cuando me decían: “¡en la mili, te harán un hombre!”

Pero el reloj no tiene pausa y llega el fin de esas sesiones y de vuelta al sollado el Sevilla se acerca y me dice:

- Oye Catalán, quien nos iba a decir que iríamos un día a clase para aprender a matar…

- ¡Qué razón tienes Sevilla!

- ¡Apuntalo en tu diario, que lo sepan los de fuera! Bueno, yo me voy a correr un rato por la base, que necesito un poco de aire fresco.

- ¿Vas a correr Sevilla?

- Si, me han dicho que podemos ir por la base, y hoy lo necesito más que nunca.

- ¿Te importa que venga contigo?, estoy igual que tú.

- Para nada quillo, ¡bienvenido siempre!

Así que el Sevilla y el Catalán se van a correr por la base militar, que tal y como aparentaba, es grandiosa. Lo hemos pasado en grande por el solo hecho de poder hacer algo que tanto echábamos de menos. Trotábamos suavemente bajo un fino chirimiri, hasta percibir un inusual aumento de lluvia en el ambiente. Y nos ha empezado a importunar más de lo soportable, deseable o necesario, invitándonos a volver ligeramente acelerados al CIM. Pero creo que esto de correr bajo la lluvia me gustará y repetiré seguro.

Estiramientos, ducha, cena y de “postres” sorpresa. Ni más ni menos que lo grabado en vídeo el lunes 9 de noviembre cuando llegamos aquí. Nuestra triste, deprimente y casi olvidada llegada como civiles, seguida de la penosa, humillante y lamentable transformación a reclutas. Mejor será ir a dormir y, hoy más que nunca, espero soñar con blancos angelitos.

Rio por no llorar

A partir de hoy siempre saludaremos a la bandera con las armas puestas, “por si nos atacan temprano” dice Vicente mientras esperamos el cañonazo. Supone menos tiempo para desayunar, al tener que pasar en fila india por el almacén a buscarlas. Pero también es menos tiempo al raso abandonados al frío, la humedad y demasiadas veces, también a la lluvia.

Las posibilidades de encontrar sinónimos a la palabra desfilar se multiplican con el paso de las horas y de manera sorprendente: aburrido, agobiante, amargo, antipático, cargante, desagradable, engorroso, incómodo, ingrato, molesto, monótono, pesado, triste... Expresiones que también podrían definir perfectamente las clases teóricas, hoy dedicadas a las granadas y las categorías militares. Y sonrío por no llorar: Respecto al primer tema, mejor no darle muchas vueltas o nos estallará en las manos. Y sobre el segundo, creo que todos esperábamos más simplicidad, pero una vez más, la complejidad militar evita el llano, desbordándonos por completo con muchas variantes según hablemos de tierra, mar o aire, además no siempre se corresponden las graduaciones según el cuerpo militar. Aunque -todo hay que decirlo- solo echando un vistazo al alumnado, se descubre una falta de interés total. De ahí el enfado del presunto maestro. Pobre hombre, casi nos llega a dar pena. “Puf!, yo esto de las categorías militares creo que no lo aprenderé nunca”, le digo a Vicente. “Bueno, me parece que eso dependerá más de lo que ellos quieran. Y si toca aprenderlas, las aprenderemos”, me contesta resignado.

A una hora del almuerzo tenemos gimnasia. Un rato corriendo, otro haciendo ejercicios y finalmente estiramientos. Algunos padecen molestias para andar y les hacen correr. A mí me gusta correr, hacer “footing” o “running”, como le quieran llamar, pero las zapatillas que nos han dado son cualquier cosa, menos ergonómicas. El resultado es cada vez más visitas a la enfermería del CIM: rozaduras, llagas y otras dolencias de pies, causadas por el calzado militar. Le comento a Michel: “Tengo los pies hechos polvo, ayer con el Sevilla nos venimos arriba corriendo, sin pensar que llevábamos esto en los pies. Cuando nos dimos cuenta estábamos muy lejos del CIM y la lluvia apretó. La vuelta fue larga y los pies nos quedaron de pena”. El Sevilla que estaba detrás lo corrobora: “Si, si, toda la razón catalán!”. Y Michel, mirándonos con extrañeza nos acaba diciendo: “Quien os mandará ir a correr con la que estaba cayendo”

Ducha, comida y corriendo al aula cuatro. “A ver con que nos sorprenden medio dormidos como estamos. ¿Os imagináis que uno se duerme?”, digo entre nosotros mientras nos sentamos. “No quiero ni pensar en las consecuencias de descubrir a alguien cabeceando”, dice Federico. “Sería, como dicen aquí, todo un puntazo”, responde el Sevilla. “¿Qué vamos a ver cabo?", pregunta Vicente, "¡Calla y escucha!". Es curioso cómo hace unos días esta respuesta nos molestaba un montón. En cambio, ahora nos resbala por completo: “Seremos por fin impermeables a sus necias palabras?”, me pregunta Federico. “¡Parece que sí!” le respondo. “Esto también lo apuntarás en el diario” me dice Michel mientras se gira hacia mí. “Si te parece bien, ¡sí!”. “Pues bien, me parece muy bien”, confirmándolo con la cabeza.

Volviendo al vídeo, que para eso nos han traído, en general no despierta demasiado interés y disimuladamente un grupo busca el primero en marcarse una cabezadita, muy disputada entre dos o tres aspirantes, entre los cuales se encuentra el cabo “simpático” compitiendo con manifiesto entusiasmo y soportando estoicamente la presión de su cargo: “¡como sea el él primero, como nos vamos a reír!”, nos susurra Vicente sin quitarle el ojo.

Lejos de tan animada competición, las imágenes me dilatan las pupilas extraordinariamente. Pues el velero Juan Sebastián El Cano - buque escuela de la Armada Española- es realmente precioso, y verlo de viaje por Río de Janeiro, Santo Domingo o Méjico resulta ciertamente gratificante. Pero lo mejor llega cuando piden voluntarios para pasar toda la mili en él y viajando por América. En otro momento habría sentido vergüenza, pero no ahora, cuando mi mano ya estaba levantada antes de concluir la demanda. Viendo pocas más, lo considero positivo, si somos pocos, iremos todos. “Joder Jordi, ¡te apuntas a todo!” dice Federico mirando mi mano levantada. “¡Solo si es para embarcarme!” le confirmo afirmando con la cabeza. “Pues yo ni en pintura quiero embarcarme!, haré lo que sea por no ir a barco” nos confirma convencido. “Pues mira por donde, al final creo que el día se ha arreglado con algo para soñar, aunque contra gustos…” les digo mientras salimos, de nuevo a desfilar.

Cuando un amigo se va

El aburrimiento y la monotonía sucumben con contundente rigor. Vernos desfilar dignamente como grupo, es la única aspiración de los instructores, sin preocuparles en lo más mínimo cualquier argumento distanciándoles de su homogéneo objetivo. Cuatro horas seguidas e ira en aumento, faltaría más. La quinta nos la han reservado nuevamente para El Cano, ofreciéndonos otra vez la posibilidad de entrar a formar parte de su dotación. Pero la gran desconfianza inspirada, convierten en un nuevo fracaso la búsqueda de voluntarios. A pesar de ello no deja de sorprenderme el reducido grupo dispuesto a embarcarnos, incluso llegan a mirarnos con extrañeza ante la más vaga intención de explicar el porqué. Lo cierto es que el entendimiento es reciproco. Reconozco la contundencia de su principal argumento: “Todo el día fregando y mareados: no gracias”. Pero eso no hace más que reafirmar mi sólida decisión: “Fregar y mareado sí, pero viajando por el mundo”.

En una jornada dura de masticar se divisa por fin una sonrisa contagiosa. Un motivo de excepcional alegría, capaz de hacernos ver un rayo de sol. Aunque para él, el sol brilla por completo. Michel lo ha conseguido y a pesar de ser feliz por reducir su servicio militar a tan solo diez almuerzos, esta triste por dejarnos, demostrando la auténtica y sincera amistad brindada en tan corto espacio de tiempo. Amigos así se deben cuidar y me gustaría no perderlo nunca. Volverá a ser civil, volverá a dormir en su cama, a comer su comida en su mesa, a tener su lavabo, a estar con los suyos y a decidir libremente su mañana. Nos mira arrepentido, como si nos estuviera fallando, nada más lejos de la realidad: “tú puedes hacerlo: ¡vete!”, le decimos, “disfruta estos meses lo que nosotros no podremos”. Él en un nuevo intento de optimismo le comenta a Vicente su pronto retorno a Madrid, su destino seguro, mientras a mí me invita a soñar haciendo las Américas en El Cano.

Por el momento volvemos a desfilar y como muchos otros, lo hago solo en cuerpo, debido a la complejidad de mantener el pensamiento alejado de tan aburrida misión. Hoy, él culpable de este hecho, de reojo lo veo sonriente todavía a mi lado. Lo imagino mañana, cuando vestido de civil camino de la estación, vuelva a ser él, sin faena, sin fusil y sin número.

Han salido volando, no he podido evitarlo. Demasiadas cosas instantáneamente consecutivas para una cabeza como la mía que, además no estaba donde debía. El resultado al despiste ha sido la rotura de las gafas, unas no demasiado bonitas, lo reconozco, pero tremendamente cómodas. Un cristal agrietado, el otro desintegrado, una patilla retorcida y la otra a saber. Pasaremos una temporada sin compartir el mismo punto de vista. Ahora lo haré junto a las de reserva, pensadas por si llegaba este desgraciado momento. Son incomodas, más feas todavía y si no fuera por su bajísimo coste no estarían aquí conmigo. Pero garantizan una visión competente. Ha sido realmente cómico, todavía resuenan las carcajadas, militares incluidos. Digno de ver: fusil, bayoneta, boina, movimientos ensayados y la posición errónea de brazos y cabeza. Mis humildes y saturadas neuronas han colapsado. Y las gafas se han alejado en una lenta, larga y perfecta parábola estrepitosamente finalizada en el duro asfalto. Mis desnudos y resignados ojos, junto a los del resto de la novena -militares incluidos- las han seguido absortos. El golpe ha sido mortal de necesidad. Reconozco que oír reír tan cálidamente a todos ellos juntos ha sido magnifico, un momento especial que recordaré siempre. Hoy por primera vez hemos vista la parte humana de los militares gracias a mi incidente. La parábola de las gafas por el aire iba cambiando sus caras de enfado continuo y gritos sin sentido por una imagen que desconocíamos. Se han relajado, han reído y hemos compartido unos instantes en que finalmente nos han demostrado que siguen siendo humanos, por mucho que lo intenten disimular. Y en medio de un momento tan único y especial, las armas han acabado dejando paso por unos segundos a la felicidad y las felicitaciones a Michel, hasta los militares le han felicitado. Él es el protagonista indiscutible de este día que ha llenado de color un lugar dominado por el oscuro gris militar. Triste por las gafas rotas pero muy contento por la libertad de Michel.

Se acabo el sueño

Inevitablemente se descubren sin indagar su presencia, y en un cálculo tan impreciso como veloz, deduzco un número cercano al millar, batiendo sus alas, relajando sus párpados, modelando su figura o saciando básicos impulsos. Quizás privadas de vasta inteligencia, la invierten sin descuido y máxima eficacia. Observar pacientemente su destreza planeadora, resulta maravilloso frente a la supuestamente suprema inteligencia humana, torpeza con piernas y fusil en mano caminando en círculo sin destino ni final. Blancas con ojos color noche sin luna, se mantienen expectantes, especialmente entre el desayuno y el almuerzo, cuando competirán por obtener su parte. El hambre las alecciona, y tras años contemplando desfiles, saben que las tímidas nunca alcanzarán el pan lanzado por uno de esos seres, llegados hasta aquí para dar vueltas, tarea inútilmente ridícula y agotada de sentido alguno, pensarán ellas, las gaviotas.

Hoy toca brigada de guardia. Principal motivo gracias al cual fisgo sin atender otros quehaceres. Hoy formo parte de la guardia militar, en turnos de dos horas desde la bandera hasta el anochecer. Daremos vueltas por el patio interior del Arsenal, vigilando todavía no sé muy bien el qué, pero esquivando con tan inútil ocupación peores deberes. Asumido mi determinante papel ante el posible ataque del enemigo, al más puro estilo "Pearl Harbor", ha sido inevitable descuidar mi atención y observar, más que examinar, todo aquello susceptible de ser contemplado más allá de novecientos reclutas en “modo” hámster. El puerto y sus huéspedes reclaman mi dispersa atención, donde un trío de fragatas impone su tamaño a un par de corbetas, un terceto de patrulleras y un cuarteto de remolcadores. En Ferrol tiene la base la 31 escuadrilla de escoltas, formada por cinco fragatas, 4 están por aquí, la quinta - la Fragata Andalucía F72 -, desconozco donde está.

Se me acerca un reducido grupo de soldados, que, a pesar de ser reclutas como yo, su sobrado caminar, gastadas ropas y fatigada mirada delata su veteranía. Me preguntan sobre las gaviotas, si las oigo bien. No lo acabo de entender, mientras, con aparente desinterés, espero la evidente burla que ineludible acabará sobre mí. El más agudo de ellos -imagino-, en un sátiro intento por imitarlas: “va-que-ar, vaquear... eso es lo que dicen, que aquí te vas-a-quedar cuando nosotros nos vayamos. El día que juréis bandera, nosotros nos vamos a casita”. Y yo que pensaba que las gaviotas eran menos inteligentes que el ser humano. Definitivamente, me equivocaba.

Poco antes del puchero me han comunicado el triste final de mi sueño: No iré a El Cano. Fundamentándose en tenerme reservado otro destino, han evitado decirme nada más a pesar del impaciente interés mostrado por mí parte. Hasta pasada la jura, seguiré ignorándolo por completo. Así que ya tengo destino y tocará esperar quince días más para descubrirlo. Me veía fregando, pintando, mareado y todas esas indeseables vicisitudes que dicen por aquí, pero embarcado y viajando en barco por el mundo. Pero me reafirmo en pensar que: si tengo que estar nueve meses encerrado, que sea en un barco viajando por el mundo.

Hora de cenar y nos dirigimos a la fonda del cuartel donde Michel, Vicente y yo comeremos juntos por última vez. Dudo hayan preparado nada especial, pero para uno de nosotros será sensacional. Sin prisas, hemos aprovechado sus últimos momentos en el CIM para intercambiar direcciones y fundirnos por primera y última vez en un sincero, sentido y emocionante abrazo, celebrando su brillante destino: el más deseado por todos. ¡Felicidades, Michel!

Agradable monotonía

El fin de semana nos recibe con paciencia, consciente de nuestra forzada demora al disfrutarlo. Imperturbable, en la octava hora del treceavo día, la bandera se eleva sin vacilar hasta lo más alto del mástil, mientras escucha hipnotizada su particular flauta encantada.

Después del desayuno, al pasar por el cine, vemos con Vicente que hay sesión matinal, todavía no han tocado las ocho y media cuando decidimos quedarnos a ver con qué nos sorprenden. De primero “Las mejores armas del mundo”, de segundo el servicio militar en todos sus cuerpos con invitación incluida a convertirnos en militares de profesión. Y de postre el nivel sube con el abominable espectáculo de la Guerra del Golfo, completando una indigestión aguda únicamente subsanable, en el posiblemente mejor y más curioso lugar dentro una base militar: la biblioteca. De agradable tamaño y variado contenido. Tan solo la tranquila presencia de amplias y sabrosas lecturas vistiendo las enormes estanterías nos ayudará a olvidar el triste inicio del día. El ambiente en la biblioteca es calmado, distendido, cálido y sublime. Una auténtica burbuja de reposo intelectual dentro de un arsenal militar.

El reloj me recuerda que este fin de semana si saldré y vamos A Coruña, lugar elegido para concedernos la satisfacción de volver a sentirnos civiles por unas horas. Nos vestimos de bonito -por imperante obligación- y acudimos al patio rondando las once, con una bolsa repleta de excusas con el único propósito de ocultar nuestra ropa civil. El viaje, de poco más de una hora, se detiene continuamente en todas y cada una de las poblaciones traspasadas, creando una línea carente de rectas dibujando el caprichoso y característico perfil de las rías gallegas. Finalmente, la línea concluye en el centro de la ciudad que visitaremos este fin de semana. Donde con apremio averiguamos una pensión tan cutre y económica como manda la tradición. Permitiéndonos, en un chasquido de dedos, vestirnos de civil 13 días después de quitarnos nuestra ropa. Como niños de contentos, el placer se desmadra por completo reflejándose en nuestras caras de absoluta felicidad. Es curioso como la monotonía diaria de cubrir nuestro cuerpo de conocidas vestimentas, puede cobrar tanta importancia. Envolverse en ropa amiga, deambular sin reloj, sin gritos o comerse un plato combinado en un bar cualquiera. No hablo de saborear un día importante, es simplemente un día más, pero un día civil. Quizás ese sea el verdadero placer de las cosas insignificantes y desprovistas de aparente ilusión por su constante monotonía. Pero tras ser privado de ellas, cobran un nuevo sentido. Y sin pensar en el cosquilleo subiendo por la espalda por lo prohibido, porque si nos descubre la PM (policía militar) vestidos de paisano, el “puro” -como dicen ellos- podría ser considerable.

Nos zambullimos en uno de esos centros comerciales en los que, una vez dentro, olvidas nombre y ubicación. Todos son iguales y yo sueño con que al salir encontraré la Plaza Cataluña de Barcelona. Pero estamos en el centro comercial Cuatro Caminos de A Coruña pasando la tarde de miradas, que no compras.

Antes de cenar, caída la oscura noche disimulada por luz artificial, admiramos con curiosidad un auténtico maestro de la imaginación, firmando autógrafos a jóvenes de cuerpo y/o alma. Es Francisco Ibáñez, sabio tutor de Mortadelo y Filemón en sus infinitas vivencias de diversión en fantásticos cómics. Ojalá la vida se asemejara más a sus creaciones, repletas de agudeza, capacidad, relatividad, talentosa inteligencia y, sobre todo, infinito humor. Sonrío viendo a Vicente realmente emocionado y desbordante de ilusión por el fortuito encuentro y, no duda ni un instante en ponerse a la cola para obtener el preciado autógrafo de alguien digno de admirar.

Después de cenar salimos Vicente, Luis, Agustín y yo. Estamos eufóricos por sentirnos libres y decididos a triunfar en la noche gallega, recorriendo la ciudad en busca de no sabemos muy bien el que. Pero nos divertimos y olvidamos nuestra condición de reclutas. Tocadas las 5 de la madrugada, desistimos en nuestro intento de estar 24 horas despiertos y, la combinación de cansancio y sueño nos acompañan hasta la cama. Agustín y yo volvemos a la pensión, mientras que Vicente y Luis van a dormir a casa de unos familiares de este último. Hace unas pocas horas, estábamos convencidos de que sería una noche inolvidable. En cambio, ahora, nos conformamos con poder dormir en una cama cualquiera, de una modesta pensión. Conscientes de que ningún militar nos despertará de madrugada a gritos.

Turismo

El sueño se estira tanto como puede sin ningún tipo de rubor, pero abandonamos la pensión poco después del mediodía, cuando su dueña ha creído conveniente despertarnos. Vestidos de civil, Agustín y yo nos acercamos en apenas cinco minutos a la estación de trenes, donde tras desayunar tranquilamente decidimos esperar todavía un rato más a Vicente y Luis. Tocadas la una, renunciamos a darles más prorrogas y finalmente, cambiamos paciencia por resignación. Seguro siguen durmiendo, que lo disfruten tanto como puedan.

Durante la espera nos incomoda el constante miedo al posible encuentro con la PM (policía militar) y nos rendimos cuando renunciamos a nuestra querida ropa civil. Pero el sol nos sonríe a los dos cuando partimos hacia la Torre de Hércules, mapa en mano, un rato a pie y otro andando. Agustín es el típico buenazo que todos conocemos. Menudo, boca amplia y facilidad de palabra, gafas de gruesos cristales y una facilidad innata para estar siempre en el medio sin buscarlo o saberlo. Pero, por encima de todo, destacaría que es buena persona. Sin saber cómo, cuándo o por qué, se apuntó a venir con nosotros este fin de semana. Y como en casa de la familia de Luis, solo tenían sitio para dormir dos, yo fui a la pensión con Agustín.

Hace un buen rato qué caminamos y él sigue insistiendo en que no vamos hacia la Torre de Hércules. Yo me resigno a asumir que me molestan sus comentarios, sus risas, su mirada y hasta su presencia. Le estoy cogiendo manía y eso no me deja ver las cosas con objetividad. Me he ofuscado tanto al no querer escucharle, que hemos caminado durante más de una hora en la dirección opuesta a nuestro destino. Él, todo humildad e infinita paciencia, finalmente me ha hecho ver lo evidente, dándome una lección difícil de olvidar al no hacerme recriminación alguna, tan solo una sincera sonrisa acompañada de un silencio que me ha enseñado mucho.

La luz solar amplifica enormemente la grata imagen de esta tranquila ciudad gallega. De hospitalario aspecto y agradables gentes, que sin vacilar nos ayudan a corregir nuestros continuos malentendidos con el mapa. Finalmente llegamos a la Torre de Hércules: el único faro romano y más antiguo en funcionamiento del mundo. A sus pies, disfrutamos contemplando un mar increíblemente azul y calmado, repleto de puntas de roca saliendo a la superficie, único obstáculo para fundir mar y cielo en un horizonte difícil de distinguir. Nos quedamos un buen rato absortos, contemplando, disfrutando, escuchando el aire, respirando el mar. La estampa es realmente espectacular. Ni más ni menos que la naturaleza en estado puro. Abrazamos profundamente un aire fresco y limpio, pocas veces disfrutado como ahora. Ciertamente ha valido la pena llegar hasta aquí para gozar de semejante espectáculo. Qué delicia, que belleza, que paisaje.

El ambiente es ideal para subsanar los peros acumulados por el camino y, aprovecho la pausa del momento para subsanar mi error: “Agustín, siento mucho lo sucedido y quiero pedirte perdón, lo siento mucho, de verdad!”. Él, con voz pausada y relajada mirada me contesta: “Tranquilo Jordi, no pasa nada”. La vida es así y cuando menos lo esperas, recibes una lección magistral de quien nunca hubieras imaginado.

Seguimos paseando, sin brújula ni dirección. Percibiendo miradas recayendo en nuestra indumentaria militar. Levantar tan modesta expectación resulta incómodo o gracioso, según se mire. Los ojos masculinos observan despistados manteniéndose invariables, miradas frías en su mayoría. Los femeninos te alcanzan y persiguen, a veces descaradamente, son miradas curiosas, de interés, y, tras ellas, sospechas neuronas trabajando duro. Pero los más inocentes, descarados y simpáticos son sin duda los ojos infantiles, aquellos que ante la sorpresa miran sobre una boca abierta hasta recibir un "eso no se hace", normalmente de la madre. Quién no habrá celebrado esa mirada alguna vez. Y finalmente los más molestos, sin duda los que navegan entre dos aguas sin pertenecer todavía a ningún mar. Los adolescentes te avistan tras un despectivo: “mira" y se ríen por reír, escandalosamente en algunos casos. Son los únicos contestados por nuestra parte, eso sí: con una gran sonrisa que no esperaban y eso les descoloca por completo.

Llega el momento de regresar a Ferrol. Durante el viaje, un bocadillo será la cena, una buena ducha antes del silencio y a dormir. Ahora mi principal preocupación son los pies, en pésimas condiciones a causa de caminar todo el día con los zapatos nuevos del traje de bonito. Vicente y Luis siguen sin aparecer, pero tienen hasta mañana temprano para volver a la cruda realidad.

Ojalá

Lo peor de tener hambre sin duda es no poder comer cuando lo tienes delante sabiendo que es para ti… Ya olía el croissant, la naranja y compañía cuando un cabo me ha comunicado que tenía que vestirme de bonito para ir en ayunas al Hospital Militar. Encima no encuentro mis botas y Vicente sigue sin aparecer. Nuevamente el lunes empieza dándome la espalda y cuando respiro hondo armándome de paciencia, aparece Vicente entrando sonriente como siempre. Explica que estuvieron todo el domingo durmiendo y haciendo el vago, sin salir de A Coruña hasta hoy temprano, cuando les han traído en coche hasta la mismísima puerta del Cuartel. Debería no preocuparme tanto por los demás y emplear ese tiempo en cosas más útiles. Y las botas las tenía Marco. El pasado sábado, con las prisas por irse a casa (vive en Ferrol), las metió sin darse cuenta en su taquilla. Y yo malpensando de compañeros: no lo volveré a hacer. Tener que ir al Hospital Militar tampoco es mala noticia, a pesar de no dejarme desayunar, me ahorrará una mañana dando vueltas por el patio y mis pies lo agradecerán.

Así, con el lunes completamente transformado en un excelente comienzo de semana, nos vestimos de bonito once reclutas de la misma brigada y sin saber exactamente él porqué, subimos al autobús militar. A mi lado está el pucelano Federico, más conocido como el dibujante de la novena. Hemos hecho buenas migas con este compañero de nerviosa personalidad, boca pequeña, enormes ojos y pelo rubio, espeso y rizado. Su aparentemente asustadizo rostro y delgado cuerpo se transforman cuando se deja llevar por su pasión. Su cara desprende un entusiasmo desmesurado y su pequeño cuerpo incluso parece crecer. Sus dedos se mueven a una increíble velocidad mientras crean de la nada como si llevaran una pequeña y ligera barita mágica. Dibujos, esbozos o cualquier superficie donde aproxima su mano derecha: todo cobra vida y se llena de color cuando lo toca con sus lápices.

Pero hay una cosa en la que nunca nos pondremos de acuerdo. Y es en cuanto a preferencias de destino se refiere. Mientras yo sueño con embarcarme, él intenta evitar esa pesadilla como sea. Incluso alegó no saber nadar y, como a tantos otros, le están enseñando en un cursillo acelerado de natación, patrocinado – como no- por la Armada Española. También está dibujando los retratos de todos los militares que se lo piden. Y la lista de espera sigue creciendo ante su talentosa virtud. Pero se mantiene pesimista.

Tras media hora de trayecto, llegamos al Hospital Militar, edificio vallado, vigilado, de grandes dimensiones y nueva construcción. Las pruebas se basan en comprobar vista y oído, a continuación, dialogamos con un psicólogo al que acribillamos a preguntas. Él, mostrándose comprensivo, nos comenta que todo es para poder acceder al cursillo de cabo sondarista, cosa nada difícil después de haber superado las pruebas sin problemas. Y pienso en lo bien que me han ido las gafas de repuesto... Así que, después de tanto secreto, podríamos decir que ya tengo destino. Suponiéndolo cierto, estaríamos en el CIM hasta el 20 de diciembre, y después nos darían permiso por Navidad. Si hago el cursillo será para embarcar, pues carece de sentido alguno quedarse en tierra tras aprender algo específico para barcos. Pero el pesimismo aumenta en Federico, está hecho polvo.

Como zombis, buscamos el bar desesperadamente para desayunar. Deambulando por los pasillos encontramos un grupo de chicas jóvenes que sonrientes nos dicen: “seguidnos”. Y, como rebaño tras pastor, las seguimos sin recordar que buscábamos. Compartimos con ellas mesa, desayuno, palabras, miradas, risas y nos olvidamos de todo en el mejor momento desde que llegamos a la mili. Nos explican que estudian enfermería y que combinan clases con prácticas en este Hospital. Son simpáticas, inteligentes, agradables, guapas… incluso Federico parece haber olvidado su casi seguro futuro embarcado. Pero, en un -poco- inesperado giro de guion, aparece un militar reclamándonos para volver a la realidad.

Tres de ellas nos preguntan: “¿Nos volveremos a ver?” y con cara de mucha pena les digo: “desgraciadamente creo que será difícil y no por falta de ganas”. Ellas, sonriendo: “No digas eso Jordi, ya verás como no será tan difícil y cuando menos te lo esperes, nos volvemos a ver”. Y mientras nos arrancan de aquel paraíso, a punto de salir les grito desde lejos: “Lo que será difícil es olvidaros”. En silencio, con la mirada perdida pero sonrientes, volvemos al CIM. Del resto del día, nada destacable después de lo sucedido. Y yo que decía que los lunes no me gustaban…

Bienvenido resfriado

Son extremadamente diminutos, se propagan por el aire a través de microscópicas gotitas liberadas por personas afectadas, cuando estornudan, tosen o se suenan la nariz. Son una utopía para el ojo humano, pero flotan y vuelan por el ambiente hasta que nos atrapan. Tan aparentemente frágiles y volátiles como terroríficamente devastadores, en alguna de sus variantes. Esta vez -estamos de suerte- la infección viral que ha tomado casi por completo el CIM es en forma de resfriado común, constipados y algún que otro malestar general, inundando los sollados sin contemplaciones. Y a mí, que no me gusta jugar, casi siempre acaba tocándome. Así que me ha servido para esquivar algunas clases matutinas visitando la enfermería por partida doble. Antibiótico, jarabe y unas gotas irán destinadas a las travesuras del virus. En cambio, para los pies -que están de pena- tendré que asistir a curas diarias por personal autorizado. Parece mentira cómo unos inofensivos zapatos nuevos pueden llegar a ser tan despiadados. Todo esto equivale a estar rebajado de servicio, o lo que es lo mismo, estar de “baja”. Los militares lo tienen muy claro: si no puedes rendir al 100%, ves a la enfermería y allí decidirán. Ante la duda, aquí no se admiten apuestas.

Finalmente, ya disponemos de todo el material que recibiremos en nuestra mili, así que, con tiempo libre extra por estar rebajado, decido ir de compras sin salir del CIM. Mis pies dan tanta pena como mi nariz, pero ni juntos serán capaces de dejarme planchando sábanas y mirando el somier de la cama de encima: de eso nada. Me dejo llevar por el consumismo más despiadado dentro de mis humildes posibilidades y decido adquirir algunos detalles para ampliar mi comodidad diaria y aproximarme, en lo posible, a la máxima comodidad estando aquí. Simples detalles aparentemente vacíos de provecho harán del servicio militar algo más llevadero. Como unas zapatillas para la ducha, jabón corporal, crema labial y otros pequeños detalles que facilitarán mi higiene diaria, imprescindible para sentirme mejor. De hecho, he decidido no escatimar dinero en aplacar mis principales necesidades, obsequiándome con superfluas satisfacciones, como comprar regalos a la familia o caprichos propios. Dos pequeñas libretas de espiral y hojas cuadriculadas también harán mis delicias para apuntar, por un lado, todos los gastos durante la mili, y por otro, muchos detalles que se escapan al diario. Cada vez escribo más y apunto sin cesar. Hay veces que me entra el pánico cuando quiero escribir algún detalle y no tengo donde hacerlo. Ahora podré llevar siempre encima una pequeña libreta y un bolígrafo para apuntar al instante momentos, descripciones, sensaciones y ocurrencias. Será contenido extra al apuntado en el propio diario.

La pequeña libreta azul me servirá para apuntar los ingresos y gastos de la mili. Dicen que en la mili se gasta mucho dinero y quiero saber exactamente cuánto. La memoria me traslada a la tienda de comestibles que tuvieron mis padres, el día que compraron un ordenador para llevar la contabilidad. Aunque sé que también era para mí, porque me fascinaban y me siguen fascinando esos dispositivos. Decidieron contratar a un señor que se dedicaba a hacer programas para llevar la contabilidad con el ordenador. Esos “programas” eran hojas de cálculo y, mediante fórmulas, servían para controlar los ingresos y los gastos. Cuando el programador venía a casa a explicarles a mis padres cómo funcionaban las hojas de cálculo de Lotus 123, yo me sentaba entre ellos, ligeramente por detrás en una silla más pequeña, y miraba fascinado aquella pantalla de color negro con números y letras verdes. Un día se giraron y me preguntaron si me gustaba. La sonrisa fue tan descomunal que no hizo falta decir absolutamente nada más.

La Merienda

Falta justo un mes para Navidad. Seguramente la pasaré en casa, así que esa es mi zanahoria. Esta noche pasada he estado dando vueltas por el sollado entre las tres y las cinco de la madrugada. Básicamente, esparciendo microscópicas gotitas cargadas de virus. La razón, obviamente, no ha sido otra que realizar la guardia o punto de noche; mi misión era controlar el “elevadísimo” tránsito de personas. Una de esas guardias sin sentido, como tantas otras cosas en el ejército y en la vida. Ese par de horas han pasado veloces, y de nuevo me he reencontrado con mi almohada, aunque ha sido una mala noche debido al constipado y la guardia. Pero ya es pasado y como darle mas vuelta no sirve de nada, sigo adelante.

Observo sentado cómo el resto de la brigada corre durante la hora de gimnasia; el cabo sigue implacable como siempre, e intenta levantar la moral -a gritos- de aquellos que, sin poder correr, arrastran los pies más que caminan. Hablando de pies, los míos están recuperando su aspecto original gracias al reposo y los cuidados de la enfermería.

Acabada la obligación como reclutas, podríamos decir que el día empieza a media tarde. Esta semana ya podemos salir del cuartel -vestidos de bonito- a dar una vuelta por Ferrol. Podemos ampliar nuestra rutina descubriendo nuevos y apetecibles lugares. A pesar de la omnipresente e intermitente lluvia: salimos. La primera parada llega en la lavandería, justo a la salida del cuartel, próspero negocio -como tantos otros- gracias a nuestra presencia. Continuamos el paseo por Ferrol, ensanchando la escasa visión que teníamos de la ciudad hasta hoy. La emoción se desata al divisar un enorme supermercado reclamando nuestra presencia. Nos engulle por completo y recorremos sus tripas en busca de pastelitos, galletas, dulces y otras delicias de tiempos pasados, cuando la merienda era obligada pausa de interminables tardes jugando sin cesar. Me decido por un pastel de chocolate y pasas que enterito entrará a formar parte de mi anatomía. Y lo disfruto como antaño: inmenso placer.

De vuelta al “hotel” y visto el ambiente en el sollado, decido ocupar la parte superior de la litera, para tener más luz artificial y sobre todo tranquilidad. Deseo leer y escribir sin más, pero será complicado si me quedo en la parte inferior. El motivo se fundamenta en las peleas habidas y por haber, sin tregua ni cuartel. En estos momentos hay una batalla campal dentro del sollado entre decenas de reclutas. Los días pasan y el ambiente cambia, inicialmente la timidez, recelos, silencio o desconfianza nos abrazaban y cohibían. Pero nos hemos sublevado, esto es un motín en toda regla y tomamos cartas en el asunto para cambiar la situación. Porqué nadie vendrá a hacerlo por nosotros. Nueve meses de mili no acabarán con nuestras ganas de divertirnos, de pasarlo en grande, de hacer amigos y construir un submundo dentro de esta pesadilla. En estos momentos -como decía antes- hay una batalla sin razón, todos contra todos, almohadas en mano. Una vez más, Marco la ha liado con su alegre personalidad, siempre está dispuesto a bromear, jugar o reír. Diría más todavía: es sin dudarlo el más popular de la novena, por simpatía, gracia, chispa y cordialidad. Este chico de Ferrol incluso ha conseguido que le llamen por su nombre y no por su origen, importante detalle para confirmar que la gente lo conoce por quién es y no por su procedencia. Siempre dispuesto a ayudar y con una sonrisa por respuesta. Desde mi privilegiado punto de vista en lo más alto de una litera, veo decenas de amigos reír, gritar, correr y disfrutar. Es evidente que asumimos con resignación la nueva vida militar, sabemos que los problemas nos encontrarán, pero los recibiremos con una sonrisa y buscaremos soluciones: Y sino las hallamos, ¡las construiremos!

Campeones

Realmente no dejo los bostezos hasta ver las portadas de los diarios, donde la mayoría refleja unos sonrientes Carlos Sainz y Luis Moya, brazos en alto sobre su Toyota Celica, celebrando su segundo campeonato mundial de rallies. Este será sin duda un momento inolvidable tanto para ellos como para su entorno más próximo, deben de ser tan felices, qué gozada. Estoy eufórico por su título, tengo ganas de saltar y gritar de alegría, miro a mi alrededor para compartir mi felicidad, pero no encuentro cómplices, frustrando mis deseos de exteriorizar la pasión que siento por el maravilloso mundo del automóvil y lo que siento por él.

Es increíble como una simple “rueda” es capaz de hacerme sentir tanta felicidad. Gran parte de mis pasiones más viscerales tienen forma circular. Las bicicletas me fascinan. Tú, la bici, el aire en la cara y el silencio de las pedaladas. De carretera, de paseo y la más reciente, de montaña. Esta última es increíble, una gozada poder seguir sobre la bici y en condiciones, cuando el camino se complica y la técnica y las piedras juegan con el equilibrio. Las motos, aun sin haber tenido una todavía, es amor a primera vista. Sé que tendré una y sé que me encantará conducirla. Libertad en su máxima expresión, debe engendrar tal placer que dudo existan palabras para describir semejante sensación, quizá esquiar se parezca un poco. Sueño a diario con el esperado momento de poseer una. Tan solo la mili me separa de ella, y llegará, no tengo la menor duda, cuando vuelva a ser civil. Finalmente, los coches, de limitados movimientos por las carreteras actuales, siempre abarrotadas, cobran su máxima expresión en la competición, donde verlos al límite multiplica por infinito mi fervor. Frenar al límite, trazar una curva con delicadeza y al instante acelerar a fondo con el motor aullando de placer. Solo de pensarlo me hierve la sangre. Pero sueño con conducir por una solitaria carretera de montaña, simplemente por conducir, sencillamente por ser feliz, sin prisas, sin destino, de día o de noche, en verano o en invierno.

Estando en la mili, casi con total seguridad no podré disfrutar de carreras en directo o televisión. Y, mira por dónde, hoy será uno de esos días para olvidar, por una razón completamente opuesta al bienestar: disparar. Vamos al campo de tiro con el objetivo de seguir haciéndonos unos hombres. Por fin podremos disparar, elegir un mártir, apretar el gatillo y decidir su momento a modo de Dios supremo, colmando la cobardía de repugnante sentido. Qué horror, una vez más, sin olvidar que siempre queda la bayoneta por si la víctima se opone a su destino. La acción, aun camuflada en un campo de tiro, con una diana como objetivo, nunca ocultará completamente su horrorosa intención. Diez balas para cada uno, protegidos por gafas y cascos. Con los disparos no acaba todo, pues ahora reclaman cinco voluntarios para lanzar bombas de mano; el grupo del que formo parte, al oír la demanda, decide ascender a la colina más alejada del lugar de lanzamiento. Pero siempre hay alguien dispuesto a probar. Uno de ellos no las tiene todas consigo y resbala al efectuar el lanzamiento, dejando caer la granada, más que lanzarla, a pocos metros de donde se encuentra él, los militares y el resto de los voluntarios. Un grueso muro de piedra y cemento los cubre, pero aun así deben tirarse al suelo por la proximidad de la explosión. Seguimos la tensión desde la supuesta tranquilidad de estar lejos de la detonación. El susto acaba en tensas sonrisas de compromiso. No ha pasado nada, pero jugar con fuego siempre es la peor de las opciones. Todavía en el campo de tiro, el tiempo, una vez más, de acuerdo con tan triste aprendizaje, ha sido completamente gris, obligándonos a cubrirnos mientras el hambre exige ser atendida. Y obtiene como respuesta el mejor bocadillo de pulpo que ninguno de los presentes había disfrutado en los dieciocho años de vida, improvisada delicia y maravilloso placer magnificado por su simpleza y por su inesperada sorpresa: ¡BRUTAL!

Una semana y juramos

¿Alguien había olvidado los desfiles? No lo creo, pues de nuevo hoy nos han tenido cuatro horas seguidas recorriendo el patio. A una semana de la jura, la cosa irá en aumento. Fusiles en mano, machete a la cintura, tronco muy estirado y cabeza bien alta, nos hartamos de dar vueltas al son del tambor y delante de la atenta mirada de las gaviotas, que siguen sin entender nada, pero esperando algo para picar. Lo cierto es que cada día desfilamos mejor y exceptuando algún grito puntual, la cara de orgullo cada vez es más visible en los militares de la novena. No es fácil obligar a desfilar a un centenar de jóvenes desganados durante horas y horas, día tras día. Tiene su mérito, aunque el único método de motivación existente aquí proviene -irremediablemente- de sus genitales. El resto de los argumentos se desvanecen por arte de magia.

He pedido el alta en la enfermería, los pies ya no me duelen a pesar de reclamar todavía algún cuidado y el constipado se resiste a dejarme, aunque le queda muy poco aquí dentro. Pero ahora la “nueva” es una encía inflamada dificultándome enormemente masticar correctamente cualquier tipo de alimento. Reconozco ser lento, muy lento, extremadamente lento en la mayoría de las cosas que hago, y especialmente para comer. Familia y amigos coincidían: "en la mili verás cómo te espabilas". Contundente afirmación escuchada sin descanso que casi llegó a asustarme, pero ahora que estoy aquí, vuelvo a respirar tranquilo.

Del millar mal contado que somos para desayunar, comer y cenar, nos dividen en dos turnos. Acostumbro a empezar con el primer grupo y cuando acaban el postre, me levanto con ellos, deambulo entre mesas y personas aprovechando el cambio de turno y en un movimiento “rápido” me vuelvo a sentar y sigo comiendo a mi ritmo. Incluso ahora que mi velocidad media ha caído en picado, a causa de la inflamación bucal, paso totalmente desapercibido.

La pereza, que hoy me ha venido a ver, insiste en no dejarme salir a por la ropa, a la que se alía un compañero que, al ir a por la suya a la lavandería no tiene problema alguno en traérmela. Hoy la gandulería hasta para leer o escribir, me lleva a deambular entre las tertulias del sollado. Llego a una con un cabo presente; la intención es pasar por ella sin tan solo detenerme, pero el tema congela el tiempo: motos. Después de un buen rato, olvidado el lugar y hasta los galones, recuerdo a este -ahora- pacífico motorista subido a las taquillas y gritando como un poseso. Tan solo han pasado veinte días y cómo han cambiado las cosas.

Y mientras recuperamos el sentido de la realidad, regresamos al futuro. Donde Federico sigue dibujando para esquiva el mar, Vicente ni tan solo lo verá, a Agustín tanto se le da y yo elijo embarcarme cada vez que lo piden en test o formularios. En último lugar siempre elijo los remolcadores, con muy mala fama, escasas y cortas navegaciones. Después están las patrulleras, algo más amplias, pero rara vez abandonan Galicia. Y finalmente quedan las fragatas como única opción con verdaderas posibilidades de navegar y viajar. Miden unos 135 metros de largo por 15 de ancho, con una tripulación de 253 personas. De las cinco con base en Ferrol, la F71-Baleares está en baja forma, al recibir una exhaustiva revisión. La F72-Andalucía está navegando y no vuelve hasta el bien entrado 1993. La F73-Cataluña dicen que zarpará cuando vuelva la Andalucía. De la F74-Asturias poca cosa sé, pero no parece muy dispuesta a dejar Ferrol. Y finalmente la F75-Extremadura, también está desprovista de rumores favorables a viajar. No sé dónde acabaré y tengo muchas ganas de saberlo. Solo sé que quiero embarcarme, viajar y que sea en fragata. No quiero una mili en tierra, aburrida o monótona. Cuantas cosas que pido para ser solo un número. Pero un número con sueños.

¿Incoheréncia?

La fragata Andalucía está en la guerra de la ex Yugoslavia. Cuando vuelva, la Cataluña la reemplazará. Parece increíble que pueda haber guerras en el mundo. Resulta increíble que tengamos una guerra civil en Europa. Y es incomprensible que el resto de los países no hagan nada por impedirlas. Sentar a los implicados en una mesa y no dejarlos levantar hasta asimilar el significado de la palabra empatía. Pero la hipocresía tan solo es capaz de enviar misiones de la OTAN y cascos azules para supervisar que no se cometan atrocidades. Pero ¡si están en guerra!: ¿no es eso ya suficiente atrocidad? Siento horror, impotencia y demasiada rabia.

Repitiendo experiencia, me dejo llevar por la atmósfera de la biblioteca, ahora más que nunca necesito flotar en silencio entre libros. Observo a Federico dibujando ante el asombro de miradas perdidas y, los ya conocedores de su destreza, evitamos molestarle para su mayor disfrute: qué gozada verle dibujar. Entre tanto me pregunto si es incoherente querer viajar en fragata, sabiendo que podría significar embarcarme hacia una guerra. Sea por navegar o por terceras razones buscadas a oscuras, sea por la pretensión de sacar esta mili de la vía muerta, dirigiéndola, con supuesta valentía, por un camino útil, o quizá, interesante, distinto o provechoso. Puede que sea una caprichosa aspiración para un recluta entre mil pretender una mili diferente en la cuna de un desastre. Deberemos esperar. Primero, a ser elegido por la 31 Escuadrilla de Escoltas, después, a estar en la lista para ir a fragata, y, finalmente, a ser destinado a una que no esté amarrada durante 8 meses. La realidad me distancia mucho de mi objetivo, pero soy optimista y soñador: ¡Qué le vamos a hacer!

Tales razonamientos se desvanecen en la memoria ante la señal de libertad cuando llega el mediodía. Con la decisión tomada de visitar Santiago de Compostela, tomamos asiento durante tres horas y la única obsesión de vestirnos de civiles. Otra pensión cualquiera, en la Plaza Roja, marcará el verdadero inicio del fin de semana, comenzando por la parte antigua, al resultar la más atrayente de la ciudad, donde encontramos un menudo restaurante que más tarde desearemos no volver a pisar con la ambición de olvidar tan nefasto lugar, servicio y comida.

Deambulando nuevamente por el casco viejo de Santiago, accedemos al ineludible final de tan famoso camino, gozando por completo ante la visión de tan contundente percepción, quizás mermada de algunos cuidados bajo la atrevida inspección de unos turistas inexpertos y ligeros de lengua. Pero esta Catedral se merece estar en mejores condiciones de las que está en estos momentos. El interior, no menos convincente, lo deleitamos con reposo hasta concluida la visita, momento aprovechado por Vicente para -con sublime lucidez- aportar la mejor sugerencia a la cena: una enorme pizza para cada uno. El nombre de una calle me traslada a mi compañero de aventuras camino de La Torre de Hércules. Él decidió visitar Pontedeume -creo- y aun a pesar de mencionarle nuestra intención, también percibió el escaso interés mostrado porque nos acompañara.

Llegados los helados y a las puertas del sábado noche, nos disponemos a disfrutar de la libertad ante las sorprendentes orientaciones de una simpática camarera en la pizzería. Nos explica que Santiago es ciudad de estudiantes. Ellos la mantienen despierta de lunes a jueves y de viernes a domingo la dejan descansar. Cuando regresan a sus hogares -supuestamente- para disfrutar lo que no pudieron entre semana por estar estudiando. No sin desánimo salimos buscando algún local abierto. Deseosos de celebrar los veinte días de mili, nos atrapa el cansancio y el desánimo, tras comprobar las sabias advertencias de la amable chica. Dos horas pasadas la medianoche y vestidos de civil, un sabroso zumo de naranja nos mostrará el camino hacia una cama que nos abraza sin hora de caducidad. Buenas noches y hasta mañana.

Bailando con Lobos

Ignorar la bandera trepando su matinal camino es un diminuto pero exquisito placer cuando se presenta en la mili. Despertarse poco a poco, darse la vuelta intentando ocupar todo el colchón por grande que sea. Estirarse, levantar levemente un parpado y buscar la luz matinal que, burlando cortinas, cristales y hasta persianas, aspira a encontrar tu rostro. La claridad desvela la hora aproximada y muestra un día soleado. Tremenda satisfacción deleitada con humildad por su escasa duración y distanciada presencia. Sin más, nos despojamos de sábanas y mantas pasado el mediodía, dejando atrás diez horas de reposo ininterrumpido.

Dispuestos a reemprender nuestra visita al destino de tantos peregrinos, buscaremos -a falta de cámara de fotos- recordar la visita con inevitables recuerdos en forma de postales, figuras y tantas otras alusiones a la visita de tan codiciado lugar por caminantes de todo el mundo.

Superada la tardía hora del desayuno como manda el horario del buen turista perezoso, las nubes aparecen - no diré por sorpresa - con fuerza tras unas pocas horas desaparecidas, y en un arrebato de poder, una increíble tormenta oscurece el día, inunda las calles y hace descender en picado la casi veraniega temperatura gozada hasta hace un instante. Es un buen momento para tomar cobijo y llamar a casa observando las gotas picando fuertemente contra el suelo. Les explico lo bonito que es Santiago, que sigo sin destino y que solo queda una semana para la jura. “¿Quieres que vengamos para la jura de bandera?”. Y yo -por supuesto- les digo: “¡No, no hace falta!”, conocedor de lo poco que les gusta salir de casa.

El fin de semana empieza a ser pasado mientras la tormenta se da por satisfecha y las campanas de la catedral nos recuerdan nuestro sumiso regreso a la realidad. Empezamos por cambiarnos de ropa y después de la hora y media de trayecto hasta Ferrol, también acabamos por cambiar de cara.

Es tarde, la cena en el CIM hace rato que se sirvió y decidimos comer algo en un bar cualquiera. Uno de esos locales con escasa ventilación, donde piensas si sus paredes algún día fueron blancas o directamente las pintaron de amarillo ranció. Sin expandirme más en quejas, llegan los bocadillos y se hace el silencio en el local. El motivo, día tras día, es ver misiles, explosiones, destrucción y muertos en Europa. Miramos la televisión hipnotizados por tanto horror sin poder comprenderlo.

Una vez en el CIM, para llegar a los sollados no hay más remedio que atravesar la gran sala donde encontramos la línea junto al comedor. A continuación, el cine, el teatro y la capilla. Ahora que lo pienso, no lo había apuntado todavía: hay una capilla justo debajo del escenario y la enorme pantalla de cine. Justo donde ahora mismo Arnold Schwarzenegger predica su oración a los fieles, en una de sus más reputadas historias: Terminator 2. Nos detenemos un instante a saludar a varios compañeros y nos explican su gran tarde de cine, tumbados o sentados en las incomodas sillas para recibir cualquier tipo de impulso multimedia de una pantalla. Bailando con lobos fue la anterior cinta mostrada esta tarde en el CIM. Que gran película, recuerdo cuando la vi, también una tarde de domingo, tumbado -entonces sí- en el cómodo sofá de casa. Me encantó especialmente la parte más indómita, llena de silencio, paz, naturaleza y seres “salvajes” viviendo en perfecto equilibrio y harmonía… hasta que llegó autoproclamada civilización, su supuesta inteligencia cargada de armas y lo arrasaron todo.

Acabamos el día sabiendo que filmarán la jura de bandera y que ya podemos hacer la pre-compra de la cinta de vídeo por un precio de 3.600 pesetas (unos 22€). Excesivo, sin dudarlo, pero ese es el precio. Muchas familias vendrán y seguramente todas desean tener el vídeo de la jura, en el mueble del comedor. Volviendo al precio, unas 800 cintas son 2.880.000 pesetas (17.309€). Y por seis reemplazos al año: 17.280.000 pesetas… más de 100.000€ al año…

Y la música también me encantó, hasta el punto de comprar el CD de la banda sonora de Bailando con Lobos.

Brigada de Montaje

Madrugar más de la cuenta es sinónimo de brigada de guardia y, aparentemente, también lo es de trabajar más de lo acostumbrado, careciendo de los habituales ratos libres. Pero algunas veces las cosas desprovistas de excesivo sentido se tornan agradables hasta el punto de disfrutarlas, dejando lo que debería ser la última guardia para la novena brigada, en una placentera jornada con pocas obligaciones por las que preocuparse.

En primer lugar, dedicamos una mirada de agradecimiento al cielo por ofrecernos unas nubes espesas, densas y cargadas de infinita agua, dejada caer a lo largo de todo el día sin descanso alguno. En segundo lugar, una sonrisa de disimulada malicia a los militares a los que hoy todo les ha salido mal a causa de su principal enemigo en Galicia: la lluvia. Y, en tercer lugar, un guiño más que merecido a los amigos -más que compañeros- de brigada. Han sido más que generosos repartiendo comida con el resto de la novena, desde el desayuno hasta la cena. A pesar de que el resto de las brigadas lo han observado con poco entusiasmo, es de lógica aplastante al compartir tanto con quien reparte. Y, en definitiva, algo habitual en cada guardia.

A cinco banderas de la jura -qué poquito nos queda-, hoy era el día elegido para iniciar los principales preparativos: montar las gradas y empezar con los ensayos generales.

Pasado el desayuno, la lluvia nos impide con insistencia empezar el mecano de las gradas para las familias que vendrá, y la falta de trabajo es aprovechada para volvernos a cortar el pelo, más por aburrimiento que por necesidad. Tras la comida, el ensayo de jura iniciado a cielo abierto acaba a cubierto por razones evidentes. A continuación, otro buen chaparrón insistiendo, nos lleva a la limpieza de las aulas, arrasadas por una treintena de jóvenes armados de escobas, recogedores y unos trapos viejos, para en un santiamén dejarlas en evidentes mejores condiciones a su pasado más reciente. Al salir de nuevo, disfruto ante la llegada a puerto de una fragata, de impresionante estampa y espectacular envergadura; a cada visión de ellas me pregunto cómo serán por dentro o viajar en sus entrañas. Deseando una vez más formar parte de su dotación, las sigo mirando con deseo y curiosidad ante un futuro tan incierto. Podría acabar en una de ellas o no volverlas a ver en toda la mili.

El húmedo clima gallego, repleto de nubes de lunes a domingo, sin festividades que valgan, crea una sensación, agravada por el viento, de inferior temperatura a la mostrada por el termómetro de mercurio. Pero el sargento primero de la novena insiste en que el frío de verdad todavía no ha llegado, que lo de ahora es similar a un fresco día de verano y poco más. No sabemos qué pensar, por si acaso le seguimos el juego, después de todo no aparenta malicia y para una vez que se relaja y dice algo sin gritar… Tan solo le consideramos un poco, bueno, un poco bastante presumido. Es el que más alto sitúa la barbilla y revisa constantemente su indumentaria, de pies a cabeza. Ofreciendo siempre una imagen impoluta. Sin dejar de recordarnos constantemente que, si fuera por él, estaría destinado a su Andalucía natal. El militar de más alta graduación en la novena es el alférez de navío y comandante de brigada. Un hombre de voz pausada y acomodados movimientos que mayoritariamente ve su vida en pasado, principal razón para ascenderlo a oficial poco antes de su cercano retiro. Por debajo de él, tenemos un subteniente, el sargento y al final un cabo de primera, tan aparentemente poca cosa que pocos se atreven a describirlo, y yo no seré la excepción. Después de 20 días de gritos deberemos tener cuidado de no encariñarnos con todos ellos. Aceptada la realidad de que no hay nada más por hacer ahora, nos dejan libres por un rato. Pero no a todos, pues los de cocina y línea están atareados con la cena. Y todavía se me ilumina la cara cada vez que recuerdo las lentejas de la primera guardia. No las olvidaré jamás.

Al cerrar el bar de Paco -que nombre más original- nos mandan a limpiarlo. Su tamaño no es reducido, ni mucho menos, y es que en el bar del cuartel podemos encontrar zonas para todas las categorías militares, aunque, a menor graduación, mayor presencia. Y qué mal llevo las categorías militares, creo que no las aprenderé nunca. Pero ahora lo importante es que, al filo de la media noche, finalizamos el lavado de cara del establecimiento, quedando dispuesto para iniciar de nuevo su apertura en otra de tantas jornadas. Y, puesto que no estoy en la lista de los reclutas de la novena de guardia nocturna, se acabó por hoy. Mañana saltamos a diciembre.

Diciembre 1992

Felicidades

¡Felicidades papa! Hoy es el aniversario de mi padre y hoy será la primera vez en mi vida que no estaré con él para celebrarlo. No lo veré, ni reiremos juntos, tampoco podré besarlo ni abrazarlo. Maldita mili.

Aquí, lejos de la familia, poco importa lo que suceda fuera de estos altos muros de piedra, cemento y hierro, vigilados noche y día para aislarnos del mundo que sigue girando. Sin novedad más destacable que el progresivo aumento de nervios por la inminente jura. Las horas de desfile se extienden, pero nos ocuparan pocos días más.

Mañana miércoles, comunicaran oficialmente en una lista algunos destinos y aunque todos desearíamos estar en ese papel, pocos abandonaremos por el momento el interrogante. Lo mantendremos a la fuerza hasta el último instante de sábado 5 de diciembre. Fuera de la vida militar, mantengo despierta la emoción gracias a la primera carta que me envían mis padres. Tiene hasta el sábado y veremos si consigue su objetivo de acabar entre mis manos.

Pasamos parte de la tarde observando con resignada incomprensión las finales del campeonato deportivo organizado en el CIM. Son tan solo cuatro deportes: fútbol sala, baloncesto, balonmano y voleibol, pero suficientes para sentir un gran desconcierto por los preparativos. Todo empezó durante el inolvidable y terrorífico monologo gentileza de los cabos aquel lejano nueve de noviembre. Ellos demandaron jugadores de las cuatro especialidades, pero solo buenos jugadores federados en algún equipo de cierta entidad. No buscaban simples participantes deseosos de pasarlo bien. Evidentemente pocos fueron los atrevidos a levantar la mano en aquel nefasto anochecer y ahora el campeonato da pena por la baja participación y el mínimo interés despertado entre los muchos que nos quedamos fuera por miedo. Algunas brigadas carecen de jugadores reserva, otras tienen problemas para completar sus alienaciones, e incluso las hay sin representación en todos los deportes, mientras él público se aburre y desespera por estar negado a participar al no apuntarse en su momento. En medio de unas finales carentes de excesivo interés, me escapo en silencio a la cantina, necesitaba ir a comprar… pastelitos. Al volver al patio, los he compartido con Vicente, Federico, Marco, Agustín, el Sevilla y el Cádiz. Al preguntarme a que se debía, sin dudarlo les he dicho: “hoy es el cumpleaños de mi padre y hay que celebrarlo”. No eran nada del otro mundo, pero los he disfrutado con mis compañeros de brigada. Me gustaría tener una cámara de fotos para guardar todos estos momentos. Hay muchos de malos, perversos, trágicos y hasta terroríficos, como antes recordaba, pero algunas veces quedan compensados por el compañerismo compartido, las miradas de comprensión y los silencios de amistad.

Después de cenar, salgo un momento a llamar a casa, entre semana mi padre llega muy tarde de trabajar y hoy, al menos, quería “estar” unos instantes con él y felicitarlo. Al volver al sollado veo que iré a dormir lo antes posible, para intentar alargar el sueño antes de que se acabe de repente. Me toca un punto de noche de tres a de cinco, nuevamente para vigilar no se todavía el qué. De todas formas, quizá este sea el último punto de noche en el CIM Ferrol. Todavía no son las 23:00 h. Hay gente por el sollado hablando y me meto en la cama, intentaré dormir todo lo que pueda hasta que me despierten. A punto de dejarme llevar por la inconsciencia placentera del sueño, recibo un impresionante almohadazo en medio de la cara. La sorpresa y el susto instantáneo deja paso a una sonrisa que, sin necesidad de abrir los ojos, es compartida con Marco que riendo y armado con su almohada, como cada noche me desea las buenas noches. Siempre nos damos unos almohadazos de buenas noches antes de dormir y hoy no podía ser menos. No protesto, no puedo, porque en el fondo, ya los empiezo a añorar.

Enojado

Y de repente ya son las 2:55 de la madrugada cuando uno de los dos reclutas salientes de guardia me despierta. Sin exigirle nada al cerebro -no hace falta- automatizo el proceso de levantarme, vestirme e ir hacia la puerta del sollado. Allí encuentro a la pareja saliente de guardia, que con ganas se despiden y vuelven al lugar de donde no tendrían que haber salido. Mientras se desvanecen en la oscuridad camino de la cama, aparece mi compañero de guardia. Tal y como está estipulado, haremos turnos de unos 15 minutos. Uno se queda en la puerta del sollado y el otro da vueltas por el interior. Así sucesivamente durante dos horas. Me insisto a mí mismo: no pienses, no busques un porqué, razonar o entenderlo. Es así, lo haremos y después volveremos a la cama. La guardia transcurre en silencio y mi materia gris empieza a moverse, sin prisas, no es necesario. Descubro que, en estas intempestivas horas de silencio, oscuridad y descanso, una vez en el interior del cráneo acaban los bostezos, las neuronas empiezan a saltar de contentas, dándole vueltas al diario y a todo lo que le rodea. Sin darme cuenta mi mano se deja llevar por la euforia y un rastro de tinta empieza a tomar forma en la libreta que con tanto acierto siempre llevo encima. La poca luz que me llega de la bombilla roja sobre la puerta no hace más que mostrarme el camino, pero lo cierto es que escribo por intuición, me guían las sensaciones y creo que hasta a mí me costará entender lo que escribo, pero escribo.

Considero “madrugar” levantarse a partir de las 6:00 de la mañana. Antes de esa hora, no es madrugar. Es como el movimiento que deja caer el afilado y reluciente acero sobre las chuletas, y que, de un golpe seco, contundente y salvaje, las divide para siempre. No hay marcha atrás, es una noche partida en dos. Poco después, paseando por el sollado, veo a Marco durmiendo, y qué ganas que me entran, pero no lo haré, le dejaré dormir, lo pienso, pero no lo hago. Quizá mañana le diré que he estado a punto. Nuevo cambio, ya son las 4:00, estamos en la mitad y todavía nos queda una hora más. De nuevo en la puerta del sollado, saco la libreta y sigo. Pero después de un buen rato, la indignación empieza a apoderarse de mi cuerpo cuando me doy cuenta de que mi supuesto compañero no aparece. Yo no puedo dejar mi puesto sin ser substituido y tengo muy claro que no lo haré porque no se puede. Así que acabo el punto de noche, solo, en silencio y bajo la luz roja. Lo busco mientras estamos en la cola de la línea para desayunar y le reclamo una explicación. Se mantiene estático, sin pronunciar palabra, por un instante dirige su mirada a mis ojos, pero la deja caer al suelo sin volverla a levantar. Quiero intuir un “lo siento”, quizá reconociendo su falta, pero acaba diciendo: “es que tenía sueño”

Absteniéndome de comentar absolutamente nada sobre los desfiles, tan solo destacaré el punto final a las clases teóricas. Otra noticia capaz de alegrarnos la jornada es que mañana jueves y el viernes, estaremos libres a partir de la una y media, disfrutando de dos largas tardes. A dos días de la jura, todos compartimos el deseo de prescindir de precipitaciones, al menos durante la ceremonia. En caso de tenerla presente, nos mudaríamos al patio interior, dejando a familias y amigos sentados bajo la lluvia, en las únicas gradas disponibles. Sabemos que hay cosas mucho peores, pero sería una lástima que sucediera, sobre todo por los que vendrán.

Otra noticia que no esperábamos estando ya tan cerca de la jura es que en la novena hemos ganado tres civiles. Desconozco los motivos médicos para librarse en este caso, pero somos conscientes de la infinita imaginación en ansias de libertad. La columna desviada, los pies planos y la vista ocupan el pódium de las alegaciones médicas, aunque suelen acabar en la mayoría de los casos en un: "por favor, póngase recto", "usted tiene los pies perfectamente" o "su vista es de lince, caballero". Otros más decididos lo fundamentan en una deficiencia mental, y con bastante suerte en algunos casos determinados, la interpretación habría optado incluso a un Oscar. Pero los más ambiciosos de libertad son aquellos capaces de inyectarse drogas antes del análisis de sangre. Con total seguridad abandonarán el azul marino militar. De acuerdo que eluden tanto servicio militar como servicio aleatorio. Pero creo que el coste no compensa, pues quedan marcados para siempre y sus nombres almacenados de por vida en los discos duros del gobierno. Cuando alguien escriba sus nombres, una luz roja siempre se encenderá a su lado.

Catástrofe

Hoy desayuno doble, pues cuento con el suficiente descaro como para pasar dos veces por la línea. Después también me compro una pasta de repostería, para redondear el primer sustento del día. No es avaricia, sino previsión. Últimamente, conscientes de la disminución de las raciones en desayuno, comida y cena, preferimos sortearlas con él estomago satisfecho.

La alegría se va apoderando del CIM, repleta de buenas intenciones, rebosan los pulmones de optimismo. Los ensayos son un éxito, canjeando enojo por orgullo en los mandos de las brigadas. Las gaviotas reclaman el pan de cada día, seguramente ignorando que solo un par de bocadillos nos separan de nuestros destinos. Sin olvidar la constante llegada a la ciudad de familiares y amigos, para presenciar el acontecimiento del sábado. Se respira en el ambiente: sonrisas, optimismo y que todo va bien, o, en todo caso, se aparcan los problemas del día a día hasta pasada la jura. Además, el lunes aquí no quedará nadie.

A media mañana, nubes y lluvia se acomodan en el helado cielo gallego, y una contundente columna de oscuro humo asoma por la izquierda del CIM, procedente de La Coruña. Alguna cosa no va bien, algo anormal ha sucedido. Las caras empiezan a cambiar y las sonrisas se apagan bajo un cielo negro carbón. No es lluvia, no es otro día más de nubes, agua, viento y frío. En breves instantes “eso” se adueña del cielo gris natural, reclamando con arrogancia la atención de todas las miradas. De momento, nada varia, nada cambia en el CIM. Aparentemente nadie acepta “eso” como insolente novedad, pero de reojo todos seguimos observando. Las miradas cada vez son más verticales. Ya no está solo encima de La Coruña, se ha extendido y también cubre Ferrol. Primero curiosidad, después respeto, finalmente miedo.

La evidencia de una tragedia de contundentes proporciones es irrefutable. Resulta impresionante ver cómo nubes y humo se funden a pocos metros sobre nuestros desprotegidos cuerpos. Ignorancia mantenida y de curiosidad a preocupación en aumento: ¿qué está pasando? El cielo desciende sobre nosotros, quizás cansado de soportar el peso de ese tenebroso y pesado humo negro. Es realmente sobrecogedor. La suave lluvia conocida se va convirtiendo en un extraño, asqueroso y aceitoso liquido negro. Sin haber oído explosión alguna precediendo el desastre, muchas posibilidades asustan el antes alegre ambiente. Pero seguimos desfilando y nos preguntamos si estamos en peligro mientras continuamos con los ensayos de la jura. El aire, cada vez más denso, es oscuro e irrespirable y lo inspiramos cada vez con más dificultades. La lluvia que ya no es lluvia se ha tornado sombría, cubriéndolo todo con una opaca y resbaladiza capa de espeso aceite. Y patinamos, algunos incluso caen al suelo, quedando impregnados de un fuerte olor a petróleo y manchas repugnantes.

Es lamentable estar junto a un desastre de tales dimensiones y ver cómo la ignorancia permanece imperturbable entre nosotros. Es muy difícil informarse sobre lo que ha pasado a unos pocos kilómetros de aquí. No estoy acostumbrado a vivir desconectado del entorno, pero creo que en la mili tendré que aprenderlo, como tantas otras cosas, me guste o no.

El sol se intuye lejano, ofreciendo una débil y tenue luz similar a la de un eclipse solar total. El sobrecogedor panorama nos alienta a permanecer dentro del CIM finalizadas las prácticas.

Decidimos una vez más que el lugar más adecuado para escribir o leer será el elegido para relajarnos, dejando el reloj a sus anchas, mientras intentamos aislarnos. Pero la tenebrosa luz traspasa puertas, ventanas y también nos descubre escondidos en la biblioteca.

Finalmente, alcanzamos el porqué: el petrolero Mar Egeo, de unos 260x40 metros, ha embarrancado de madrugada. Poco después se ha partido en dos, vertiendo al mar miles de toneladas de petróleo. En estos momentos sigue envuelto en llamas a los pies de la Torre de Hércules. No tengo ganas, fuerza o motivación por escribir, hablar, pensar, sonreír o seguir despierto. No puede ser verdad.


https://es.wikipedia.org/wiki/Aegean_Sea_(petrolero)

Víspera

Al instante de oír los gritos salto al suelo en ropa interior y me dirijo a los servicios, tras coger bajo la almohada: toalla, jabón y zapatillas. Me recibe indiferente -como siempre- una pica lejana a la entrada de los lavabos, donde justo humedezco cara y pelo para aparentar una ducha. Salgo, me visto, hago la cama y dejo el sollado pocos instantes después. Hoy sonrientes, pues será el último día de instrucción, exquisito placer.

Una vez fuera, contemplamos el empeño del viento por esparcir la todavía viva y contundente columna de humo: no era una pesadilla. Todos los diarios -no deportivos- dedican sus titulares a la terrible catástrofe. Será prácticamente imposible reconstruir un pasado tan precioso y reciente, asumiendo un presente de horrible estampa y trágicas consecuencias -una vez más- para la costa gallega y la naturaleza. Desearíamos fuera la última vez, pero que difícil será luchar contra el empeño humano, por repetir siempre los mismos errores.

Concluido el último ensayo a cubierto, la incansable lluvia intenta volver a la normalidad la superficie gallega, procurando quitar el lúgubre manto de petróleo que todo lo cubre. Finiquitamos la instrucción con la despedida a los mandos -militares de oficio- de la novena. El resto, los llamados “cabos verdes”, son sencillamente soldados de reemplazo -como nosotros- que, después de un cursillo reciben una pequeña insignia de color verde en la solapa y mutan en seres enfadados con un volumen de voz excesivo para los tímpanos del resto de reclutas.

Otro motivo de alegría es poder volver a disponer de nuestro dinero, pues finalmente han arreglado el cajero automático de la Caja Postal que hay dentro de la base militar. Estábamos sin dinero para pasar la última semana. Ahora con los bolsillos recién cargados vamos a vaciarlos comprando toda clase de chorradas, recuerdos, postales, fotos, rotuladores o libretas. Esta tarde tiraremos la casa por la ventana. Yo me pienso comprar revistas de bicis, motos y coches.

Con un precio excesivo -igual que las cintas de vídeo- se pueden encontrar fácilmente fotografías de barcos, las brigadas desfilando y hasta uno de esos retratos en que la mirada se pierde en el horizonte y te cubre un fondo de estudio. De estas últimas, yo no tendré ninguna. No me gustan.

Esto se acaba, la tarde llega en libertad a las 13:30 en punto y ya podemos salir. Pero hoy casi todos permanecemos en el CIM para pasar las últimas horas en increíble compañía. Decoramos los inmensos petates blancos de marinero, al principio con recelo, más tarde con descaro. Los diseños empiezan por simples esbozos para acabar convirtiéndose en auténticas obras de arte, cada uno a su gusto. Ofrecemos pedazos de petate a compañeros de verdad para dibujar o firmar. Y cuando se trata de dibujar… Federico me sonríe y le brindo el mejor lugar de mi petate: “Amigo mío, dibuja lo que quieras”. Un momento inolvidable, una tarde feliz, tan lejana era, como rápida pasará. Perplejos ante los sentimientos bajamos a la última cena en el CIM, hay tristeza, parece increíble. Quién lo iba a decir. Hablamos con reposo, hasta llegamos a degustar la comida como nunca y nos cuesta acabarla, más por nostalgia que por desgana. De vuelta al sollado vaciamos las taquillas, devolviéndole al sollado la fría imagen de hace unas semanas. Los grandes petates para reventar ocupan el suelo y pesan una barbaridad. Los papelitos con nombres y direcciones recorren nuestras manos con la dudosa esperanza de ser utilizados algún día.

La ducha un día más intentará relajarnos antes de procurar dormir unas horas, hoy será difícil. Son muchas las imágenes saltando entre neuronas. La lejana despedida civil, la llegada al CIM, la lamentable transformación en un número, al menos eso decían. Los gritos de la primera noche y los posteriores matinales. Los interminables desfiles, los fines de semana en libertad o la terrorífica imagen del petrolero. Amigos, compañeros, experiencias, lugares, bromas y juegos. Un mes intenso que nos ayudará para lo que llega a partir de mañana: la verdadera mili.


PD. Poco antes de apagar las luces -mientras escribo- percibo las inequívocas risas de Vicente, sumergido por completo en un cómic de Mortadelo y Filemón: cómo le gustan. Y siento de nuevo la caricia de la nostalgia, está noche creo que se quedará. Apagan las luces, cogemos la almohada y por última vez en nuestra vida, nos damos las buenas noches con Marco.

La Jura de Bandera

Las temidas inocentadas de la mili han llegado por sorpresa a pocas horas de abandonar el CIM.

La idea -original- de los cabos verdes ha sembrado el sollado de impotencia, rabia e indignación. Ahora nuestro desprecio hacia ellos llega a niveles que superan lo imaginable. Resulta que cuando tocaron silencio, algunos de ellos empezaron a beber en su rincón particular, cercano a la entrada del sollado. De madrugada, con el “depósito” lleno y la cabeza vacía, han salido en manada de su guarida con la única intención de invertir el orden natural de las camas: somier, colchón y persona durmiendo. Por todo el sollado han ido dejando un despreciable ensañamiento cuando entre varios te sorprendían dormido -o no- y te quitaban el colchón. Cuando sentías los fríos hierros del somier por todo el cuerpo volvían a poner el colchón, pero ahora encima, asegurándose de dejar la marca de los insensibles alambres desde la cara a los pies. Pero, aun así, no era suficiente. Entonces te llenaban la cara de espuma de afeitar, y si gritabas la espuma te entraba directamente en la boca. Ni palabras de furia o desprecio podías pronunciar hacia esos seres perversos y despreciables. Una pequeña insignia de color verde les salvaguardaba y mantiene impunes. Esta noche de nada servía taparse hasta la cabeza como en la primera noche. Cuando te señalaban no había nada que hacer. Esta vez, me he librado.

Después de dormir, poco y mal, el silencio a las 06:59 ha dejado paso a una vertiginosa montaña rusa que ha finalizado al dejarnos formados en el patio exterior por última vez. Las gradas, repletas de familiares, amigos, militares y algunas autoridades, esperan impacientes. Incluso la meteorología favorece la ceremonia con un cielo sereno como pocas veces habíamos visto desde nuestra llegada. Y aunque el viento es incómodo lo aceptamos con agrado si no llueve. En las brigadas se respira confianza y seguridad. Después de tantas horas desfilando, sabemos que tampoco será tan difícil hacerlo una vez más, a pesar de la gran cantidad de público que nos rodea. Discursos iniciales, himnos y toda la parafernalia típica de estas ceremonias, dan inicio al acto con sonrisas de resignación entre los reclutas y un descarado orgullo entre los militares. Mil jóvenes armados y vestidos de bonito con el traje de gala de la Armada, pasaremos si o si en fila india por debajo de la bandera nacional. Es un acto que simboliza obediencia, fidelidad y el compromiso de defender a la patria aun a costa de la propia vida. Las brigadas van desfilando mientras la novena, inmóvil, espera su turno en supuesto silencio. “¿Alguno la va a besar?”, del centro de la brigada procede la pregunta mientras nos fijamos en que nadie la está besando. Se empiezan a oír: “No”, “por supuesto que no”, “yo seguro que no”. Me sorprende la rotundidad de todas las respuestas, no lo esperaba. Pero una vez más quien todos sabemos derrocha sinceridad: “Quillo, mira, yo no tendré ni más ni menos sentimiento español por besar la bandera. Pero si la beso después de que la hayan pasado 900 tíos lo que sí tendré es la sífilis, el sida y todo lo que se pueda contagiar”. Un mando de la brigada nos grita silencio.

Así llega el esperado momento para nuestra brigada e iniciamos la jura de bandera. En fila todos vamos acercándonos a la bandera cuando escucho un “cuidado con las gafas” y por poco no se me escapan unas buenas risas. El tambor suena, el público nos observa y yo -como todos- me mantengo concentrado en lo que ahora toca: pasar por debajo del estandarte y volver a la posición inicial. Y ya está, ya hemos jurado bandera. Instantes después todos los lepantos saltan al aire de alegría entre aplausos de las entregadas familias, que ya empiezan a abandonar sus localidades invadiéndolo todo en busca de su recluta favorito. La novena se desvanece a mi alrededor mientras los veo contentos junto a los suyos. Abrazos, sonrisas y besos de padres, herman@s, novias, tí@s o abuel@s. Yo sigo anclado en un punto indeterminado del lugar donde estábamos. Y tan cerca pero ya tan lejos, de nuevo recibo el frío abrazo de la soledad, esta vez sin moverme en medio de centenares de personas felices. Sigo pensando que no hacía falta que vinieran, pero ahora mismo resulta muy duro estar nuevamente solo.

Y cuando no la esperas, se hace terriblemente dura. Pero, pasados unos interminables minutos, por megafonía reclaman nuestra presencia en los sollados, para comunicarnos oficialmente los destinos. El momento más importante del día y de la mili -hasta ahora- ha llegado para algunos de nosotros, sin público, música o ceremonias. Será un simple papel con nombres y lugares decidiendo nuestro destino. Todos los madrileños y la mayoría de los aragoneses ya lo saben: Cuartel General de la Armada en Madrid. Ellos ya están de permiso hasta el lunes a las ocho de la mañana, así que ya se pueden ir a casa. Acudirán a su destino entre semana como si fueran a trabajar, y al finalizar la jornada “laboral” volverán a dormir a sus camas o ir a donde quieran. La excepción será los días que tengan guardia, en los que permanecerán en el cuartel 24 horas. Una vida prácticamente civil durante el resto de la “mili”.

El resto seguimos esperando de pie en el sollado, rodeando de impaciencia y nervios al sargento primera de la novena. Estoy justo enfrente suyo mientras él espera, papel en mano, a que se haga silencio. Por fin ha llegado el momento. El pulso se acelera y la respiración procura ser tranquila, relajada... no lo consigue. Estoy en un buen sitio, tras llegar de los primeros, cosa rara en mí, pero no hoy. En el exterior nada ni nadie me retenía.

Va pronunciando nombres y destinos con reacciones más o menos aceptadas por todos, hasta que dice: “Jordi Centellas Gavin”, hace una pausa y levanta la vista buscándome con la mirada. Mi respiración se pausa mientras el pulso se dispara. Siento impasible las gotas de frío sudor resbalar por todo el cuerpo. Y en un intento de decir “yo” noto la garganta completamente seca, así que solo puedo levantar las cejas en una mueca parecida a decir: “estoy aquí y estoy listo”. Me mira a los ojos con seriedad, casi compasión y pronuncia: "31 Escuadrilla de Escoltas". “¡Bien!” grito de contento, y sonrío haciendo fuerza con los puños. La mayoría me mira con extrañeza, incluso el sargento, pero el resto lo hacen con sonrisas de satisfacción, conscientes de que tengo pie y medio en una fragata.

Al finalizar, dobla el papel con ambas manos y nos desea suerte mirándome. También espera que hayamos pasado unos buenos días en el CIM Ferrol -lo que hay que oír- y, deseando tengamos unos destinos de nuestro agrado, desaparece para siempre por la puerta del sollado.

Recuperamos la tranquilidad después de tantas emociones: jura y destinos confirmados. Además, todo ha salido como estaba previsto y sin lluvia, qué bien. Entre los muchos afortunados que salen del CIM por última vez está un sonriente Vicente, de vuelta a casa en el deportivo rojo de su hermano -un espectacular Nissan 200SX- fácil de identificar desde una de las ventanas del sollado, en el que permanezco. Y sigo con la mirada su coche alejándose hasta ser un punto rojo y, poco después, desaparecer sin saber cuándo nos volveremos a ver. Poco antes nos despedíamos con un simple "hasta luego y cuídate". No por falta de aprecio, sino por exceso. Un día complicado con demasiadas y forzadas despedidas. Él estaba contento porque, casi seguro, iré a fragata, y yo también porque la parte más complicada de su mili ya es historia.

El “hotel” recupera la calma después de casi un mes al completo con todas las habitaciones llenas. Ahora solo unos pocos deambulamos por su interior, sin nada previsto más allá de esperar que nos vengan a buscar para llevarnos a nuestros destinos. Pasada la cena se disipa la esperanza de que hoy era el día de abandonar el CIM, así que esta noche volveré a dormir aquí. Con tiempo por delante y el sollado casi vacío, aprovecho para llamar por teléfono sin colas ni ruidos de fondo en las cabinas. Tranquilamente, hoy llamo a casa y a mis abuelos maternos en Lalueza, un pequeño pueblo de los Monegros, cerca de Huesca. Les digo que todo ha ido bien, que casi seguro iré a una fragata y que menos mal que no han venido porque ha sido un aburrimiento.

Sueño o Pesadilla

La diana retumbando quince minutos antes de las siete de la mañana de un domingo expresa la tradición militar de madrugar, aun para no hacer nada. Al menos nos permiten movimientos más pausados y sin los clásicos gritos enganchados al cogote. Desciendo al comedor con la esperanza de tomar -por fin- él ultimo desayuno en este cuartel, y poco más tarde, el sexto reemplazo del noventa y dos continua su dispersión fuera del CIM Ferrol. Volvemos al sollado, pero nos mandan dejarlo vacío, así que bajamos con nuestras pertenencias al patio interior. Allí, una serie de papeles escritos a mano, enganchados con cinta adhesiva a la pared indica los destinos. Me sitúo bajo el que dice “31 ESC”.

En la espera no hay nervios y solo una cordial paciencia agrupa a los diez jóvenes destinados a la 31. Soy el único de la novena brigada y el resto parece que tampoco se conocen demasiado entre ellos. Nada rompe la monótona espera a excepción de la despedida de un compañero de brigada que nunca olvidaré, alguien que con tan solo su presencia ya te inspira una sonrisa relajada y buen rollo. Son poco más de las diez de la mañana cuando al verme, se acerca. Tenemos una relación sincera, saludable y buena, aunque sin llegar a ser exageradamente estrecha. Me tiende la mano y las estrechamos: “Bueno catalán, me voy, que te vaya bien en tu barco y cuídate”, “Lo mismo digo, Cádiz, que tú también tienes el destino que querías, ¿verdad?”, “¿Sabes, Jordi?, ¡para ser catalán, eres buen tío!”, “¿Y a cuántos conoces?”, “Tú eres el primero, quillo, pero en serio, que me has caído muy bien”, “Venga, cuídate, suerte y que sea leve”, “Hasta luego, campeón”. Reflexiono sus palabras un poco descolocado por la sinceridad, prudencia y seguridad al pronunciarse. Él sabía que no sería un motivo de enfrentamiento -ni mucho menos- y creo que tenía tantas ganas de decirlo que quizás no se habría perdonado el silencio. Mientras lo veo marcharse, sigo sonriente al saber que, para ser lo que soy, soy buen tío. Es evidente que generalizar es un error y todavía más cuando las razones son negativas. Ahora mismo pienso en el primer día de mili, cuando los cabos confiscaron navajas y cuchillos personales para devolverlos al abandonar el CIM. Ayer, al dejar el sollado, algunos, al no encontrar la suya, culpabilizaron públicamente a los madrileños, pues fueron los primeros en marcharse. Quizá fue alguno de ellos, o un cabo, o vete a saber. Pero sin duda fue una minoría entre muchos compañeros de verdad. Considero que en momentos de fácil rabia gratuita siempre debe prevalecer, por encima de todo, la educación, la empatía y la supuesta inteligencia humana.

Siguen las conversaciones banales, las despedidas y la tinta llenando páginas del diario. A punto de evaporar las pobres esperanzas de mudarnos hoy, empezamos a oler la cena cuando todo queda alterado al recibir la orden de dejar definitivamente el CIM Ferrol. El paseo, corto pero agradable, nos conduce al comedor de la 31 Esc., donde varios marineros miran la tele sentados alrededor de una mesa, en una estancia de contenidas dimensiones, techos altos, largas cortinas y agradable ambiente. Observo el espacio, la decoración y las vistas al exterior. Pero me atrapan las imágenes de la televisión, me hipnotizan y trasladan a otro lugar al ver -en el programa de deportes y aventuras "Al filo de lo imposible"- ciclismo de montaña en estado puro: una de mis debilidades más acusadas. Recorrer montañas, colinas o caminos en bicicleta de montaña es uno de los placeres más exquisitos que he degustado jamás. Pienso en la bici que pacientemente me espera en casa y sueño con lanzarme sendero abajo mientras suspiro de envidia, pero sobre todo de felicidad. “Hola a todos. Iré al grano pues es tarde. Veréis, de los diez que acabáis de llegar, seis irán destinados a la F-72, la Fragata Andalucía, que actualmente está navegando por el Mar Adriático, al sur de Italia. El resto se quedará aquí”

El eco de esas palabras impregna la sala y nadie puede o se atreve a abrir la boca. Intentamos asimilar lo que acabamos de escuchar. Algunas miradas se evitan, otras se pierden por la ventana o caen directamente al suelo. La mía sigue clavada en la tele, que apagaron ya no recuerdo cuando. Y el eco nos susurra al oído: “seis de vosotros os vais a la guerra”.

“Ahora apuntad vuestros nombres en estos papeles y poned estudios y/o trabajos antes del Servicio Militar”. El militar que nos habla reparte papeles y bolígrafos mientras tomamos asiento alrededor de la mesa rectangular, ahora dispuesta completamente para nosotros diez. El personal del edificio ha pasado a un segundo plano y nadie entre nosotros logra encontrar -por más que la buscamos- la relajada calma que traíamos del CIM. Solo cuatro la recuperarán. Sin pronunciar palabra, las miradas siguen evitándose y los rostros vestidos de preocupada seriedad reflejan un pensamiento común: “esto no puede ser verdad”, mientras recogen los papeles y los suben al comandante de la 31 Escuadrilla de Escoltas, escaleras arriba.

He escrito la verdad sobre mis diecinueve años y dos meses, pero desconozco si lo apuntado será decisivo o simplemente es un pretexto y las cartas ya están echadas. Quizá esas líneas sean las más importantes de mi vida o quizá ya no sirvan para nada. No es un examen, un currículum o un sorteo. Estamos ante la situación más surrealista de nuestras vidas, y éstas pueden cambiar para siempre. Hace menos de un mes éramos civiles, jóvenes trabajando o estudiando, con una vida “normal”. Ahora podemos ir a una guerra. Los nervios afloran y la cordial paciencia huye sin saber a dónde ir. Me pregunto qué haría si pudiera elegir. Solo hay dos opciones: sentarse a mirar la tele o lanzarse por un sendero desconocido. Una vez más, ellos decidirán por nosotros. Escuchamos pasos descendiendo una vieja escalera de madera que se acercan hasta detenerse, observamos cómo la manecilla de la puerta se desplaza y ante nosotros aparece el comandante de la 31. Sin duda es él, pues todos se incorporan y ponen firmes solo de percibir su presencia. Nosotros, descolocados, variamos ligeramente la posición y observamos su conducta. Con apacible expresión, manifiesta cordialidad y sin afán de protagonismo, nos dice que no nos levantemos y al resto les ordena descanso. Pero los nervios están desbocados, el sudor aumenta, las uñas desaparecen, picores, párpados inmóviles, ojos ciegos y seis jóvenes a punto de cambiar sus vidas para siempre. Con calma, voz robusta y serena, el comandante empieza a pronunciar nombres y apellidos, hasta pronunciar el mío: ¡me voy a la guerra!

Ahora sí, nos identificamos rápidamente con la mirada y nos encontramos aun sin saber quién somos. Mi cerebro ha iniciado un espeluznante viaje a ninguna parte. Cuatro recuperan la expresión en una profunda inspiración. Dos de ellos, con los que más había hablado, nos miran, encogen los hombros y sonríen plácidamente iniciando un movimiento que los separa definitivamente de nuestro lado. Sin darnos más tiempo para reflexionar, el comandante, tras hacer oídos sordos a los comentarios, se dirige a nosotros seis: “Bien muchachos, vosotros sois los elegidos, alguien tenía que ser. Le podría haber tocado a cualquiera de los mil que llegasteis, pero habéis sido vosotros. Este es el plan hasta llegar a la Andalucía: hoy dormiréis en la Fragata Baleares y mañana lunes dispondréis de todo el día libre. El martes viaje en tren hasta Madrid, donde haréis noche en el Cuartel General de la Armada. El miércoles temprano iréis al aeropuerto militar de Getafe. Desde allí, un avión del ejército os llevará a Brindisi, al sur de Italia, y después un autobús de la Armada italiana os trasladará a Bari, donde estará la Fragata Andalucía. No debéis preocuparos por nada, porque os acompañarán varios miembros de la dotación de la F72 que se encargarán de todo en el viaje. ¿Alguna pregunta?”

Suaves movimientos, sonrisas serenas, agradables palabras. Un cúmulo de apariencias incapaces de disimular tanta compasión. No hay preguntas, y si las hubiera el silencio las puede. Sentimos piadosas miradas de caridad mientras nos agrupamos aun sin conocernos, estamos solos en esto. Vuelvo íntimamente a mi interior con la certeza de que no me quedaré mirando la tele toda la mili, pero cómo diablos les explico esto yo ahora a mis padres.

Ante nuestra falta de preguntas, el comandante sigue con otros detalles: “Una vez allí, navegaréis por el Mar Adriático, pasaréis la Navidad en alta mar, pero la noche vieja en Venecia. El Ministro de Defensa os visitará en Nápoles. Y eso es todo”.

Y ese “todo” sin pronunciar las dos únicas palabras que nos retumban en la cabeza sin haberlas oído ni una sola vez: “guerra y ex Yugoslavia”. De nuevo fuera del edificio de la 31, petate al hombro y rumbo a la Baleares, caminamos cargados, solos y despacio. Sin pronunciar palabra pasamos por delante del ya lejano CIM. Cada uno en su mundo tratando de asumir lo sucedido. Yo tan solo pretendo descubrir cómo explicarlo en casa. Mi única preocupación ahora mismo.

Subimos el portalón de la Baleares con los enormes petates a lomos, nos reciben y dirigen por su vientre de hierro al comedor. Desde allí al cuarto sollado, donde dormiremos. Tantos días deseando ver una de estas por dentro y ahora no le hago ni caso. Pero para eso ya tendré ocho meses por delante. Instalados a saber dónde en la inmensa panza metálica de la F71. Cenamos y me dispongo a salir, a dar una vuelta y a llamar por teléfono a casa, cuanto antes mejor. “Espera, te acompaño, así me dará un poco el aire, que me hace falta, macho”. Es Jesús, el maño rubio de pequeños ojos azules y casi dos metros que subió al tren en Zaragoza; ya entonces pensé que nos llevaríamos bien. Pero casi no coincidimos en el CIM, hasta vernos esta mañana de nuevo, bajo el papel de la 31 ESC. Parece majo y seguro que nos llevaremos bien: estamos en el mismo barco.

Él -y los demás- tienen sus familias todavía en Ferrol y mañana les explicarán lo sucedido. Entre tanto, mi preocupación crece al acercarme a la cabina de teléfono, y sigo sin encontrar el camino: “Hola, soy el Jordi, ¿cómo estáis?” “Bien, ¿y tú?, ¿ya sabes dónde te toca?” “Sí, hemos estado hasta casi la hora de la cena esperando, pero al final nos han venido a buscar, éramos diez y.…” “¿Dónde?” “Me ha tocado barco, la fragata Andalucía” “Bien ¿no?, es lo que tú querías, ¿verdad?”. Respiro hondo y con mi habitual diplomacia en estos casos lo suelto de golpe: “Sí, pero es la que está en la ex Yugoslavia. El martes iremos en tren a Madrid, el miércoles volaremos hasta Brindisi, en Italia, y desde allí en autobús a Bari, donde estará la Fragata Andalucía”, respiro nuevamente y solo escucho un silencio, frio, largo, oscuro y profundo.

Poner a unos padres en semejante situación y por teléfono debería estar prohibido. Su enorme impotencia es difícil de asumir. Hacerles entender que estoy bien me resulta una caprichosa e inalcanzable quimera. Finalmente, desde el otro lado de la línea telefónica consigo escuchar un hilo de voz intentando pronunciar palabras rotas. Es increíble la cantidad de cosas que es capaz de expresar un momento de silencio. Sin palabras, imágenes o ningún otro tipo de contacto. Solo la difícil respiración entrecortada de una madre al otro lado del teléfono.

Mientras tanto Jesús espera a pocos metros, los suficientes para concederme intimidad y apreciar el final de la conversación: “¿Qué te han dicho?” “Imagínatelo, encima diles que estás bien y todo eso”. “Pues ya verás mañana los míos, suerte que están aquí”. Ni llueve ni hace frío, o quizá ni lo notamos. Deben de ser cerca de las 23:00 y en el patio de los desfiles no queda ni un alma. “¿Acabamos de dar una vuelta o volvemos al barco?”, le pregunto. “No sé macho, no sé qué hacer, igualmente creo que no dormiré en toda la noche” “¿Te parece si volvemos?, es tarde. Podemos acabar de ver la peli que estaban dando en la fragata. Joder con los barcos, tienen hasta canal de pago”. Así que volvemos al barco y conseguimos llegar al comedor sin perdernos por su interior. Allí encontramos al resto del grupo viendo una película. Yo no le hago mucho caso, cojo el diario y escribo.

Al acabar la peli apagan la tele y todo el mundo desaparece. Pedimos ayuda para ir al cuarto sollado. Cruzamos pasillos, compuertas, bajamos escaleras verticales y finalmente llegamos. Está unos cuatro metros bajo la superficie del mar según nos dicen. No hay ventanas, solo luz artificial y todo es color gris militar. Las literas son de tres camas en un espacio bastante reducido. Nos hacemos la cama con unas viejas sabanas, y de las mantas prefiero no hablar de como están. Mi litera es la más cercana al suelo y me estiro en un colchón de unos sesenta centímetros de ancho por metro noventa de largo. Tanto cabeza como pies casi tocan las paredes. Por la izquierda no caeré, también hay pared y a un palmo de la nariz queda la plancha metálica -también gris- de la litera que tengo justo encima. Dejamos los petates apartados de la litera y nos damos las buenas noches. Procuraremos dormir un poco, aunque hoy sabemos que costará o sencillamente no se podrá.

Me despierto de golpe, estoy sudando, siento el corazón golpear mi pecho y necesito aire, me siento encerrado, ahogado. Intento moverme, pero no lo consigo, quiero calmarme, pero no puedo. Me falta aire y lo busco, pero no lo encuentro a cuatro metros bajo el agua, sin ventanas, sin luz, sin espacio. Estoy muy nervioso, necesito salir, gritos sordos, los demás duermen. Muevo los brazos y golpeo la plancha metálica que tengo a un palmo de la cara. Entonces recuerdo donde estoy y que hay un pequeño fluorescente individual sobre la cabeza, persigo el interruptor y al fin lo encuentro. Miro a mi alrededor, los petates taponan la salida de este maldito nicho donde estoy metido y no puedo moverlos desde aquí dentro. Solo veo un pequeño hueco junto a mi pie derecho que deja entrever la única escapatoria. Me retuerzo sobre mí, ansiando una salida. La alcanzo como puedo y logro salir, consigo levantarme y finalmente respirar. Inspiro profundamente, observo, medito y pienso. El mar golpea suavemente el casco de la fragata y solo una bombilla roja sobre mí, al final de las escaleras de entrada al sollado, muestra la salida del pozo donde estamos. Miro la salida, sitúo el pie sobre el primer peldaño y cojo con fuerza ambos pasamanos. Me vuelvo y observo a los demás mientras duermen o simplemente lo aparentan. No busco relojes, palabras o comprensión, solo calma y oxígeno. El corazón recupera poco a poco su pulso habitual, tranquilo y regular. Dejo el pasamanos, pongo los pies en el suelo y me giro hacia el sollado. Quito los petates de donde están, preguntándome quién los habrá puesto ahí. De nuevo me aventuro a meterme en ese agujero llamado cama, miro la luz sobre mi cara y me digo: "no ha sido nada, tonto". La apago y duermo.

En Familia


Levantarse a las ocho y media en el quinto lunes de mili -casi dos horas más tarde que ayer domingo- parece absurdo, pero estando en el ejército, el asombro disminuye a diario. Aun sin estar todavía en la Andalucía, deberemos acostumbrarnos a diversos cambios, pues las prisas del CIM, con él quedaron. Formar a diario para izar la bandera también ha pasado a la historia. 

Rehacer la cama, ducharse -si uno quiere-, vestirse con sosiego y acercarse al desayuno con televisión, abundante comida, calma, moderación. Llega la hora de ejercitarnos en el trabajo, limpiando y ordenando la camareta de los cabos. Queda justo encima del cuarto sollado y ahora lo veo allá abajo. Levanto la cabeza y tengo a tocar la bombilla roja -ahora apagada- que tan lejana veía hace unas pocas horas. Al final he dormido casi hasta bien y me he despertado mejor. 

Disponemos de una hora antes de cambiar azul marino por colores de libertad -legalmente por primera vez-, y podremos salir hasta medianoche, como en el cuento de hadas. Inicialmente quería salir solo a pasar el día por Ferrol antes de irnos de Galicia, pero Jesús no ha dudado ni un segundo en invitarme a ir con él y otro maño conocido suyo. Y de golpe me he encontrado en la puerta de un restaurante donde habían quedado con sus familias para comer. Ha sido una emboscada en toda regla de Jesús. Le contesto con una sonrisa de aprobación y, sobre todo, de agradecimiento. Aun así, al verme rodeado de sus familias pretendo buscar una excusa y huir del lugar. Pero mis esfuerzos se desvanecen ante su cálida acogida. Gestos de cariño, sonrisas rebosantes de sinceridad y mucho afecto en sus miradas y palabras. Me acogen llevándome directamente a la cabecera de una mesa envuelta por 13 personas. 3 jóvenes y las familias de Jesús y Alfonso: madres, padres, hermanos, hermanas y hasta dos abuelas. Pero ya no me atrevo a verlos como desconocidos. Me sonríen, preguntan y escuchan mis respuestas tratándome con exquisito y sincero aprecio. Mi extrañeza se va tornando admiración hacia tanta hospitalidad. Timidez y discreción se disipan. Sin darme cuenta, me he quitado la soledad de encima y ya no recuerdo dónde la he dejado. No pienso buscarla. Me integro entre ellos sin apenas darme cuenta. Y entro a formar parte de unas familias desconocidas. Sorprendido, quiero ser consciente y disfrutar de tanto bienestar. Incluso llego a olvidar donde estoy y a donde voy. Su refugio me abruma hasta el punto de costearme la comida entre todos ellos, imponiéndome con cariño zanjar la cuestión ante mi oposición inicial. Miro a Jesús sin saber que decirle. Él me sonríe y solo puedo abrazarle totalmente desbordado. 

La sobremesa se disipa en unas soberbias palabras libres de malicia y cargadas de amor, dignas de permanecer en el recuerdo: “Bueno muchachos, volveremos a vernos más tarde, ahora id por ahí y divertíos vosotros solos, que seguro lo deseáis, además de merecerlo”. El padre de Jesús nos invita a abandonar el restaurante. Exento de egoísmo y consciente del destino de su hijo a partir de mañana, solo nos pide que pasemos un buen rato. Perplejo y saturado por un comportamiento tan sublime, les expreso emocionado mi enorme gratitud: “Gracias por todo, de verdad, muchísimas gracias. ¡La comida ha sido excelente, pero la compañía insuperable, 

nunca lo olvidaré, muchas gracias, de verdad!”. Sin duda, ESTA COMIDA QUEDARÁ APUNTADA en negrita, mayúsculas y subrayada. Y no solo en este diario. 

Salimos del restaurante Jesús, Alfonso y yo. Damos vueltas por Ferrol, intentado dilatar las pocas horas que nos quedan hasta media noche. Sin buscarlo, encontramos un lugar que nos atrae y convence, así que entramos. Sorprendido por su característico y acogedor interior, la atmosfera me conquista y la música nos envuelve. De ella -la música- no hablaré ahora: prefiero escucharla mientras me va enamorando canción tras canción. Está a un volumen adecuado, dejándose apreciar sin molestar, facilitando conversar deliciosamente. Alfonso me explica que le llaman “Fofón”, que vive en Jaca, en pleno Pirineo aragonés y enseguida descubrimos una pasión compartida: el ciclismo de montaña. Él permanecerá en Ferrol toda la mili y manifiesta sana envidia por nuestro viaje. Nos confiesa que también prefiere coger la bici y lanzarse sendero abajo. 

De repente el dibujante de la novena con tres compañeros, entran en el pub, conectamos miradas, saludos y viene a donde estamos: “¡Federico!, ¿ya sabes a dónde irás?”, “No, qué va. Por ahora seguiré en el CIM, para aquel cursillo de cabo sondarista, ¿te acuerdas de aquel día en el Hospital, Jordi?”, “Y tanto que me acuerdo, pero me acuerdo más de ellas que de ti”, le contesto sonriendo, “Tendré permiso para Navidad, pero todavía no sé las fechas”. “Tú a la 31, ¿verdad?” me pregunta. “Sí, y mañana nos vamos a la Andalucía” le contesto. “¿La Andalucía?, pero si esa está en…” dice con sorpresa. “¡Sí!, vamos seis del sexto”. Le explicamos la historia y, boquiabierto, escucha con atención los detalles, mientras va diciendo: “Que no me toque, que no me toque”. “Pues los sondaristas...” le recuerda Jesús. “Sí, sí, lo sé. Pero intentaré no acabar en fragata” contesta resignado. Poco después, le llaman sus compañeros y nos despedimos: “Bueno, Fede, que te vaya bien, suerte y nos vemos”. “Suerte a vosotros, ¡que os hará falta!”. Y justo en el instante que se da la vuelta… 

“Os dijimos que cuando menos lo esperarais…”. “¡Ostia!, esto sí que…” y acabo la frase con los ojos como platos, una sonrisa de oreja a oreja y sin lograr encontrar palabras para expresar tanta ilusión y felicidad. Mientras tanto, Federico recupera la sonrisa y sin pensarlo dos veces, mirando a sus colegas dice: “Me parece que me quedo un rato más con vosotros”, coge una silla y se sienta. Efectivamente: ¡son ellas! Sin buscarlo, sin esperarlo, sin ni tan solo soñarlo. Han aparecido de la nada con unas sillas y se han sentado alrededor de la mesa que compartíamos Alfonso, Jesús y yo. Los dos maños nos miran a Federico y a mi desconcertados, pero mientras las palabras se amontonan en nuestras bocas sin saber cómo salir, ellas se presentan: “Hola, yo soy Caitriona”, “Yo Julia”, “Y yo Rosa”. 

Antes de preguntarle por su nombre, Caitriona, nos explica que es irlandesa y el pub donde estamos de unos familiares suyos. También nos explican que siempre que queramos verlas, vengamos por aquí y preguntemos por ellas. Y nos olvidamos de todo por completo. Reímos y hablamos en otro inolvidable y sabroso instante de fantásticas sensaciones. Hoy ha sido, sin dudarlo, el mejor día desde que llegué a Galicia.

Volvemos a la Base Naval con muy buen rollo y conscientes de donde vamos. Pero iremos sin pena ni tristeza. Miraré hacia delante afrontando el futuro con convicción, porqué tengo claro que en Ferrol dejamos buen@s amig@s. Y cuando volvamos, nos estarán esperando alrededor de una mesa repleta de momentos por compartir y buena música de fondo. 

Al llegar a la Baleares echamos en falta al sexto integrante del grupo. Nos informan sobre un ataque de pánico que lo ha dejado fuera de juego, con traslado incluido al Hospital Naval. No lo volveremos a ver y ni tan solo sabíamos su nombre. Así que finalmente seremos cinco. “¿A alguien más le va a dar un yuyu?” dice uno de mis nuevos compañeros. Nos miramos con ironía y reímos sin pronunciar palabra alguna, mientras acabamos de desvestirnos y nos metemos en las camas. Creo que empezamos a tener todos muy claro que finalmente seremos los cinco del sexto y quizá este sea también, el principio de una gran amistad. “Buenas noches… por decir algo” dice el mismo de antes, le contestamos y a dormir. Mañana será otro día. 

El tren de la bruja

El traslado a Madrid nos impone la última diana gallega a las siete de la mañana, iniciando el viaje hacia Italia descubriendo por vez primera sin ayuda, el camino del sollado al comedor dentro de una fragata.

Vestidos de bonito nos despedimos de la gente de la Baleares, intercambiando palabras de agradecimiento por deseos de fortuna ante nuestro viaje. Al llegar a la 31 ESC, nos manifiestan la intención de -para nuestra alegría y comodidad- dejarnos disimular profesión forzada con ropa de paisano. Además de exponernos algunos detalles de lo que nos espera por delante:

El viaje se inicia en bus militar hasta la estación de trenes de Ferrol. Inicialmente iremos a Monforte de Lemos. Allí cambiaremos de tren para ir a la capital del estado, donde llegaremos hacia las 22:00h. En la estación de Atocha un autocar militar -por supuesto- nos recogerá y trasladará al centro, donde se ubica el Cuartel General de la Armada. Mañana temprano venceremos el amanecer camino de la base aérea en Getafe. Desde allí, un avión militar nos llevará a Brindisi, en el tacón de la bota italiana. Y nuevamente otro vehículo militar -allí del ejercito italiano- servirá para concluir el viaje en Bari, donde finalmente llegaremos a la Fragata Andalucía. Ella nos acogerá tiernamente en su vientre de acero gris repleto de armamento hasta los topes. Y por si todo eso no fuera poco, también confirman algún que otro detalle más: La estancia en Nápoles con motivo de la visita del Ministro de Defensa. El día de Navidad y el de Reyes, navegando, o la noche vieja en Venecia. Aunque lo más interesante sea el regreso, citado para el quince de enero. Casi rozamos la alegría al escuchar estás últimas palabras. Pero la dejamos escapar conscientes de estar en la mili: desconfianza total hasta saberlo en pasado.

A las diez, seguimos en Monforte esperando con los billetes numerados, un bocadillo a punto de ser historia y un talón -el primero de la mili- para los gastos del viaje de 2.700 pesetas (16,22€). No es mucho, pero cuando no esperas nada, se agradece. Junto a nosotros cinco, va un trío de marineros de reemplazo, una pareja de cabos y un sargento primero. Pertenecen a la dotación de la Andalucía y por diferentes motivos no zarparon en ella cuando salió de Ferrol. La muerte de un familiar (Sargento), un juicio militar (uno de los cabos) y varias operaciones de poca gravedad (en el resto), son las causas de estar aquí y no allí, según explican con apatía y seriedad.

Doce horas en tren, atravesando parte de España, pueden dar mucho de sí. El viaje empieza en una relajada calma difícilmente transformable en la realidad final, pero lo consigue. El espacio inicial dentro del tren en Monforte se estrecha parada tras parada, entrando en escena los ingredientes necesarios, sin orden ni vergüenza. Descubrimos el coche bar con el restaurante fuera de servicio. Y todas las máquinas expendedoras de refrescos, agua o aperitivos vacías o inoperativas. El revisor sabiamente esquiva sus responsabilidades con quehaceres -seguro- más importantes a los que justificarían su -también seguro- escaso salario, dejando los vagones al son de sus ocupantes. La ricura de algunos niñ@s se tiñe de impaciencia, gracias al cuidadoso descuido de padres, abuelos o tíos, permitiéndoles saltar y correr como atletas. Esas tiernas criaturas, sortean los “obstáculos” que ocupan asientos, reposabrazos y hasta el piso del largo pasillo recorriendo la espina dorsal del tren.

Estamos sometidos sin remedio a las hostilidades ferroviarias, durante 12 interminables horas de un desconcertante surrealismo. Los más osados pretendemos llegar a los servicios, haciendo contorsionismo. Resulta complicado poner la planta de los pies en el suelo por completo, sin perder el equilibrio. El objetivo es claro: evitar pisar a ninguna de las muchas personas que, abatidas por el cansancio, se resignan a sentarse en el suelo de cualquier manera. Puedes conseguir tu objetivo y esperar el turno pacientemente. Pero una vez dentro del retrete, aguantar la respiración e intentar no vomitar ante el espantoso espectáculo encontrado, se convierte en toda una proeza. Pero la expedición no concluye hasta recuperar el asiento, como le sucede tristemente al Sargento, al que le ha sido imposible mover de su butaca al personaje que la ocupo en su ausencia. Ni siquiera el billete numerado, las buenas palabras del revisor y la paciencia y educación del sargento, han conseguido convencer al irracional comportamiento de la “señora”. Pero es que, además, ella se ha equivocado de tren, el suyo era a otra hora. Pero da lo mismo, ella se mantiene en silencio, con los brazos cruzados sobre su enorme panza, los morros bien apretados y su mirada perdida, imaginamos que, hasta el final de trayecto. Dejando al pobre hombre sin su plaza y sin entender por qué. El militar de profesión se reafirma en que seguirá el viaje sentado en el suelo durante las más de 6 horas que nos separan de Madrid. Resignado, triste y abatido. Abraza sus piernas recogidas entre sus brazos, la espalda arqueada hacia delante y la barbilla descansando en las rotulas, mientras los parpados luchan contra la fuerza de la gravedad, sin fortuna. Cuando se despierta, sigue negándose en rotundo a cambiar suelo por alguna de nuestras butacas, aunque sea a turnos, afirmando que nosotros no tenemos la culpa.

Miramos los televisores con la esperanza de dejar de ver las pantallas grises y en silencio. Pero lo único que invade nuestro cerebro, como un virus, son las conversaciones de algun@s pasajer@s con ganas de exponer los trapos sucios de conocid@s y familiares. Procuramos aislarnos leyendo, escribiendo o contemplando el paisaje tras los ventanales empañados. Pero al final, siempre acabamos volviendo a la cruda realidad de un zoológico humano, viajando en tren con todo tipo de especies: desde personas afables, respetuosas y amables, hasta seres intolerantes, groseros o exaltados.

La dureza del viaje también queda confirmada por los muelles de las banquetas que, cansados tras miles de quilómetros acumulados en largos viajes, son capaces de quejarse y expresar su agotamiento con desagradables sonidos secos, ásperos, toscos. Mientras tanto, las espaldas sueñan con recuperar la soltura perdida hace ya demasiado, los pulmones ansían inhalar aire fresco y los oídos se niegan a percibir algo diferente a: “señores viajeros, próxima parada Madrid, final de trayecto”

Al final han sido algo más de doce horas en el tren de la bruja: de diez de la mañana a diez de la noche, sin poder comer, beber y en unas deplorables condiciones. Sin duda no era la imagen que teníamos de atravesar la moderna Europa, de los años noventa, en un actualizado medio de transporte. Ponferrada, Astorga, León o Valladolid... dejamos atrás el noroeste de la Península Ibérica, en un suplicio que creíamos exclusivo, de algunas de las películas españolas de los años sesenta y setenta. Pero la realidad siempre supera la ficción.

Mientras esperamos la inminente llegada del autobús del ejército, el cerebro intenta decidir el liderato entre hambre y cansancio. Rodeados de equipaje y malestar, la espera se eterniza por las circunstancias acumuladas y por un tráfico especialmente denso, dificultando la llegada del nuevo medio de transporte.

Camino al Cuartel General y con tan solo unos cientos de coches de por medio, contemplo la dimensión madrileña desde la considerable mudez poblando este viejo y destartalado vehículo militar. La metrópoli la conocí durante el viaje de fin de curso de primaria. Entonces me gustó su elegancia y ahora la confirmo bajo el atractivo y sereno cielo oscuro. Donde la luz artificial esquiva la negra noche madrileña.

La llegada al Cuartel General de la Marina sabe a gloria. La calma y silencio del lugar, inunda la amplitud de resonancia. Dirigidos sin contratiempos hacia el comedor tomamos el lugar bordeando una enorme mesa circular repleta de gloriosos manjares, momento aprovechado por el hambre para vencer sin piedad al cansancio. Al tiempo que unas palabras del oficial de guardia nos devuelven la emoción de sentirnos personas, discutible observación a lo largo de gran parte del día: "Que no les falte de nada", ordena a sus subordinados.

El improvisado y sencillo manjar desaparece cada vez más lentamente, y los largos tragos de agua, zumos o refrescos, amplifican el bienestar, despertando sutilmente unos rostros apagados, unos seres inertes, unas mentes agotadas por un espantoso viaje. Cada vez son más los troncos depositados en los respaldos. Y mi probada lentitud con los alimentos queda al descubierto. Destapa tímidos comentarios, tiernas bromas y por fin, amplias sonrisas. El sargento se aqueja de dolor de espalda y las carcajadas desbordan la sala, ante el desconcierto de los anfitriones, ignorantes a tan desconcertante muestra de espontánea alegría. Resucitamos del recuerdo momentos horribles que, con la distancia y la panza llena, cambian de tonalidad sin saber por qué.

Finalizada una sobremesa fácilmente calificable como lo mejor del día, llegamos a un sollado amplio, limpio, prácticamente nuevo. Y descubrimos los lavabos: Espaciosos, pulcros, como recién estrenados. El Cuartel a nuestra entera disposición y fuera de él, la vivaz nocturnidad madrileña concentrada en su centro neurálgico. Hubiéramos deseado alargar la noche, pero el cansancio y la conciencia hacen que el reloj nos acoja entre sus manecillas, llevándonos totalmente rendidos hacia las camas. Caemos en silencio sobre ellas, rodeados de tranquilidad, paz y bienestar.


A Galeras a remar

Una tibia luz rasgando la noche acompañada de la timidez de unos zapatos resonando en el silencio. Con ellos llega la difícil realidad de unas mantas calientes a punto de fugarse. Tras advertir las estrecheces de las camas flotantes, tratamos de imaginar el lejano anochecer en que volveremos a disfrutar de la amplitud de una cama en tierra firme, abundante en espacio y ajena a los caprichos del mar.

Acostumbra a ocurrir: el despertador no consigue llevarse con él, cansancio y morriña. Pero el cumplimiento del deber nos remolca hasta el café, leche, chocolate, zumos... una pluralidad desconocida en el casi olvidado CIM. Aquí, una exagerada variedad alimenticia con solo un reloj dispuesto a separarnos de la mesa y arrastrarnos fuera del comedor. Con los últimos mordiscos y el contundente arsenal nutritivo que cargamos, nos aseguramos una última etapa de viaje, sin problemas nutritivos. No como ayer.

En menos de 4 horas, llegará aquí el grueso del 6/92 destinado a Madrid, procedente de Galicia. Es una lástima que por tan poco no coincidamos con ellos. Buena sorpresa se hubiera llevado Vicente. Pero nuevamente un bus militar nos traslada, ahora hasta el aeropuerto militar de Getafe.

Lo encontramos escondido bajo una espesa niebla matinal que, al evaporarse, deja al descubierto unos cuantos aviones de militares vestidos de agresivos colores de combate. Justo al lado de dos biplanos bastante más grandes y prácticamente idénticos. Solo el camuflaje de tonalidades verdes y marrones del nuestro y el blanco civil del otro, los diferencian exteriormente.

Los cazas de combate me llaman poderosamente la atención -siento reconocerlo- pues nunca los había contemplado en reposo. Su imagen me evoca vacaciones interminables, calurosos veranos y tantísimos otros recuerdos en Lalueza, el pueblo de mi madre, cerca de Huesca, en Aragón. Las largas y tranquilas tardes de veranos en los Monegros oscenses, de lunes a viernes, quedaban rotas por los cazas del ejército surcando el cielo. Puedo oírlos rodeados del insoportable ruido que siempre los acompaña al superar la barrera del sonido, igual que veo a mi querido abuelo, maldiciéndolos al salir de la habitación, por otra siesta más, rota por el estruendo. En Lalueza los mirábamos con admiración y cuando se acercaban suficientemente, saludábamos a aquellos pilotos que se escondían bajo cascos de colores y viseras oscuras. Ellos nos contestaban desde el cielo con vuelos rasantes. Dedicándonos piruetas y fugaces movimientos, que agradecíamos saltando, gritando, corriendo y disfrutando una barbaridad. Era una exhibición casi diaria cargada de sueños, deseos y pasión. Siempre me he preguntado cómo nos verían desde sus cabinas: ¿realmente podían distinguirnos e identificarnos?, ¿Seguro que nos veían? Había veces que pasaban volando muy bajo y muy despacio, como si pasaran lista. Cuando saludábamos, movían sus alas como si nos contestaran y emprendían el vuelo en vertical hacia el infinito, girando sobre ellos mismos: era espectacular.

“Jordi, ¿tienes cambio?”, “¿El que?”, “Para llamar a casa”. Me pregunta Josep María, uno de los 5 del sexto. Es de Menàrguens, un pueblecito a 20 kilómetros de Lleida. “Claro, como no, aquí tienes”. Y también llamaré yo, pienso mientras le sigo hacia las cabinas telefónicas.

Todavía no son las siete de la mañana cuando hago una llamada terriblemente ineludible. De escalofrío por la hora y estremecimiento por el motivo. El desfile de caras tensas, ojos de rabia y bocas encerrando más que palabras, rodean el único hilo que nos conecta durante unos segundos con nuestro pasado civil. Me llega el turno de unirme a la comitiva y cuando oigo a mi madre decir: “Hola, quien es?”, le contesto sin pausa: “Hola mama, buenos días, que tal, ¿cómo estáis?”. Y acto seguido, al ver como desciende el tiempo restante de la llamada y como engulle la máquina las pocas monedas que tengo, disparo sin contemplaciones: ”Estamos en el aeropuerto militar de Getafe, a punto de subir al avión que nos llevara a Italia. Aterrizaremos en Brindisi y de allí nos llevaran a la Fragata Andalucía que está en Bari. No sé cuándo podré volver a llamar ni desde donde, por si acaso besos, abrazos a todos y hasta el año que viene. Feliz Navid...”.

Y el probablemente deficiente funcionamiento del teléfono público, o su codicia por engullir unas pocas monedas con avaricia, impide reanudar la comunicación tras seccionarla sin compasión. Dejando al otro lado un ambiente difícil de imaginar. No quiero ni pensar como los he dejado. Encima no han podido decirme nada. Pero ahora solo puedo intentar esquivar el sufrimiento. Pensar en mi familia no me reportará nada positivo ahora mismo, solo rabia, impotencia y mal estar. Es duro, es difícil, pero debo hacerlo. Así que intento observar los primeros bostezos del sol envolviendo los aviones de combate, observándoles desde la sala de espera. 

Nuestro vuelo se retrasa. La razón llega precedida de una mujer elegante, bien vestida, seria y decidida. Ella, en una rápida pero exigente supervisión del lugar y la situación da el visto bueno y, instantes después aparece un Citroën XM oscuro. Se abre una de las dos puertas posteriores y desciende sin ayuda el personaje en cuestión. Entra en la sala donde solo nosotros permanecemos, dirigiéndose sin vacilar al avión civil. Escaso de prepotencia, al mirarlo, hace una mueca, sin llegar a saludar. Tan cercano físicamente, pero a la vez, tan alejado de la realidad que le rodea. Pienso que no permanecerá muchos años en política, pues a pesar de aparentar seriedad y profesionalidad, también denota cansancio. Creo que para ser un buen político nunca debes alargar demasiado tu permanencia en cargos públicos, pero lo que yo piense...

Sus numerosos guardaespaldas le rodean desprendiendo nerviosismo y adrenalina a raudales. Pasan ante nosotros sin mirarnos, remontan los escasos peldaños del biplano civil y desaparecen como si nunca hubieran estado aquí. Era Josep Borrell Fontelles, ministro de Obras Públicas, Transporte y Medio Ambiente del gobierno del Partido Socialista Obrero Español.

Pero el tiempo pasa y seguimos sin acercarnos al avión que nos espera. Entonces nos explican el porqué: “Se trata simplemente de que tenéis que firmar un papel antes de subir al avión, nadie puede volar sin antes hacerse un seguro de vida, que es en definitiva lo que vais a firmar, nada más”. Bolígrafo en mano, sin preguntar, leer o pensar, firmamos donde nos indican con el dedo.

Cabizbajos, entramos en la aeronave y con sorpresa vemos un entresijo de hierros y cuerdas. Nos ordenan sentarnos entre las cuerdas y arneses que hay substituyendo las butacas. Al parecer, en las entrañas de este avión militar, no hay lugar para lujos superfluos como asientos. Unas cintas naranjas similares a las de los cinturones de seguridad de los coches, se entrecruzan dejando los huecos necesarios para sentarnos, paralelos a las diminutas ventanas, quedando encajados en una posición un tanto extraña. Mientras tanto, cubren la chapa metálica que tenemos a nuestros pies, de flotadores salvavidas además de un par de balsas auto inflables al contacto con el agua. “Por si acaso”, nos dicen sonriendo mientras se despiden y cierran la puerta, que mantenía la esperanza abierta, quedando atrapados en el interior de esta lata con alas. Todo está listo para iniciar la maniobra de despegue, todo menos la hélice derecha que se niega a dar vueltas. Aunque finalmente tras mucho toser y escupir un espeso humo negro, consigue empezar a girar. Ambas acaban poniéndose de acuerdo y deciden iniciar el aburrido movimiento circular que nos llevará a Italia, acompañados de un horrible ruido ensordecedor. Llegamos a la larga pista de despegue que acaba haciéndose corta, casi demasiado. Pero levanta el vuelo con pereza, un ruido insoportable y las copas de los arboles demasiado cercanas a las ruedas.

Somos trece pasajeros (once militares y dos civiles). Estoy acomodado justo detrás de la cabina, que no tiene puerta. Así que puedo ver perfectamente al joven piloto (comandante de la aeronave), un copiloto y un tripulante. Una vez en el aire, el piloto, llamado Frank, nos da la bienvenida oficialmente, al tiempo que me seduce la idea de poder seguir sus operaciones desde un lugar privilegiado, en el primer vuelo a motor de mi vida, sin contar el avión del parque de atracciones del Tibidabo, en Barcelona.

Veinte minutos pasados las diez de la mañana, Madrid se va encogiendo definitivamente entre pájaros confundidos y nubes despistadas. Brindisi queda lejos, unas cuatro horas al sudoeste del despegue, según nos indican.

Imagino el viaje dirección Valencia, Baleares y hacia el sur de Italia. Será relativamente largo y aburrido, así que, aparte de escribir todo lo que estoy viviendo, también decido dibujar un esquema del avión por dentro, con mis rotuladores de colores. Voy mirando de vez en cuando por la ventana que tengo justo detrás mío y, poco después del mediodía, de repente se me ilumina la cara y grito: “¡Barcelona!, es Barcelona, ¡mirad!”. Pero recibo miradas de desaprobación e incredulidad, afirmando que no, que estoy equivocado, que esa ciudad es Valencia. Todos menos Miguel, compañero del 6/92 y nativo de la ciudad condal, qué, tras observar por la ventana, me mira y sonríe.

Me limito a disfrutar de las vistas de la ciudad que me vio nacer el 18 de septiembre de 1973. Miro, pienso y sueño mientras crecen mis pupilas. Algunos siguen insistiendo en nombrarla Valencia, no les contesto, no les contradigo, solo disfruto de Collserola, La Sagrada Familia o El Tibidabo con su pequeño avión de color rojo. Contemplo, saboreo y soy feliz. Alguien pregunta al piloto del aeroplano. Escucho de lejos la corta conversación y sonrío mientras canto en voz baja… “dame aire con tu abanico, que sóc de Barcelona, i em moro de calor”.

Hemos volado hasta el Mediterráneo y ahora subimos por la costa catalana, costa francesa y de allí hacia el sur. No tiene mucho sentido, pero es la ruta asignada y sencillamente la seguimos.

Nunca hubiera soñado con este regalo. El avión se desplaza despacio y me permite apreciar Barcelona, Montserrat y hasta el Pirineo. Como me gusta el Pirineo, creo que algún día iré allí a vivir. Pero me explayo en Premia de Mar, población cercana a Barcelona, de donde me siento, pues he vivido desde que nací hasta cumplir los diecinueve años. Mi antiguo hogar o las casas de algunos de mis mejores amigos: Xavi, Juan, Marc, José, Rafa o Cristian. Y que recuerdos al contemplar el Instituto Serra de Marina, donde coincidimos por primera vez con todos ellos, menos con Rafa, en 1º C: el curso más glorioso de todos mis años de estudiante.

Cuantos recuerdos desbocados cayendo en cascada entre neuronas saturadas. Los tengo todos tan cerca, casi a tocar, un salto en paracaídas y en unos minutos podría estar con todos ellos, en el Serra de Marina. Que daría por estar allí ahora mismo. Tan cerca pero tan alto. El dolor me castiga sin piedad y decido cerrar los ojos con fuerza, sin pensar en nada más. Pero de nuevo, las ganas de seguir la línea de la costa, me llevan abrirlos justo al llegar a Blanes, donde desde hace poco más de un mes, viven mis padres, mi hermano Pau y en teoría, también “yo”. Pasado y futuro, vistos desde un avión militar con destino incierto. Sin pedirlo ni quererlo… La guerra es así.

Nos alejamos de mi mundo civil, vuelvo a cerrar los ojos y duermo un poco, al menos lo intento. Motores, “asiento” y frío lo dificultan, pero lo intento durante un buen rato hasta conseguirlo, totalmente derrumbado.

Me despierto, miro y pregunto dónde estamos, recibiendo como respuesta: “Esa isla es Cerdeña”. Y sobre las dos y media de la tarde aparece la costa italiana, siendo Nápoles la primera en recibirnos. Pero el Vesubio conquista mi interés, dejándome perplejo.

El frío se alía con el viento, insisten y acaban convenciendo al avión para bailar pegados. Tenemos los pies helados y llevamos puesta toda la ropa que podemos: chaquetas, guantes y hasta gorros. Decidimos entretejer lo mejor que podemos, una trabajada e improvisada alfombra de salvavidas para aislarnos del congelado suelo de chapa metálica llena de hielo. Aquí, nadie se atreve a fantasear con una calefacción, viendo como es este aparato por dentro. El avión y el viento siguen bailando, el ruido nos ha dejado sordos, el frio arrecia y el vuelo sigue su rumbo, a pesar de las dificultades.

Llegamos a Brindisi y el piloto decide hacer una pasada sobrevolando el aeropuerto militar, imagino que para ubicarse y tenerlo todo, más o menos, controlado. Los dos civiles que nos acompañan confirman la presencia de diversos misiles paralelos a la pista. Los pilotos al verlos soplan y lanzan una cantidad aproximada, sobre el precio de cada unidad. Curiosamente, la pareja de civiles que nos acompaña -sonriendo- la multiplican por cinco. Confirmando que, también en Italia, la cultura, la educación o la sanidad, deben competir con las armas, la amenaza, el miedo o la destrucción, por conseguir presupuesto.

Pero el nerviosismo aumenta con el aterrizaje, mostrándonos el mundo de costado por gentileza de la rueda derecha “la perezosa”. Se niega a salir por completo de su madriguera. Obligando al piloto a ejercitarse con esmero en sus labores. Su cara de máxima concentración lo disimula, pero el sudor deslizándose frente abajo, delatan el complicado momento que estamos viviendo. Miramos por las diminutas ventanas, viendo como claramente el avión se acerca a la pista totalmente inclinado hacia la izquierda, mientras la rueda derecha, con una desesperante pachorra, va acercándose a su posición de máxima extensión y nosotros la ayudamos a salir, aunque solo sea con la mirada y ánimos: “vamos, vamos, por Dios, sal, sal, SAL!!!”. Pero también sigo observando con detalle el rostro de Frank, reflejado en los muchos relojes que envuelven a piloto y copiloto. El resto aguantamos la respiración, algunos cierran los ojos y hasta cruzan dedos y manos. Su experiencia y profesionalidad no evitan un profundo suspiro. Y el consiguiente intercambio de miradas en la cabina, al finalizar por completo la maniobra. Mientras tanto, el resto, no dejamos de mirar a los misiles, separándolos del avión con la mirada, no fuéramos a estropearlos. Que pequeños eran desde el aire y que grandes se han hecho al tenerlos tan cerca. El soplo de los héroes del día resuena en toda la nave, a pesar de negar cualquier tipo de contrariedad. Detenido el avión, la exhalación es general, al abrir la puerta.

Descendemos de la angustia de un viaje que haría palidecer a la "señora" del tren de ayer (o quizá no), pero el caso es que solo unos pocos kilómetros en autobús nos separan ya, de la ansiada Fragata Andalucía. Son las tres y media de la tarde, el sol se está poniendo y por fin volvemos a respirar profundo con los pies en tierra firme. Mientras piloto y copiloto siguen observando y comprobando la rueda derecha.

Otra vez a esperar. Ahora motivada por la poca predisposición por satisfacer nuestras humildes necesidades, por parte de las autoridades del país transalpino. Un malentendido muestra reticencias a llenar de combustible el depósito del avión, a suministrar un hotel a la tripulación y a trasladarnos hasta Bari. Como suele pasar en tantas ocasiones, una llamada a un teléfono importante, lubrica las relaciones disipando fricciones y haciendo aparecer, desde un hangar cercano, un autobús, un camión vacío y otro cargando una cuba llena de combustible. Todos de color verde militar y costeados de banderas italianas. En unos instantes cargan los palés que venían de Madrid en el camión, nosotros vamos llenando el autobús y la cuba vierte el queroseno en los sedientos depósitos del avión. Subimos al autobús y nos ponemos en marcha, seguidos del camión lleno de enseres destinados a la Andalucía.

Poco después paramos en la puerta de un céntrico Hotel en Brindisi. Allí la simpatía del comandante Frank y su copiloto, se divulga en el aire al bajar del bus: “Oye, un placer traeros hasta aquí, espero que vaya lo mejor posible y si algún día pasáis por Getafe, podemos tomar unas cervezas. Cuidaros mucho y hasta luego”. Ellos, volverán mañana a Getafe, llevando de vuelta a casa a los marineros de reemplazo del 2/92 de la Andalucía, para finalizar su servicio militar.

Reanudamos la peregrinación hacia la Andalucía, al tomarnos con estupor la oscuridad, tan solo son las cuatro y media de la tarde y es completamente de noche: Seis horas antes que en Galicia. Aunque desgraciadamente, nuestra atención recae ineludiblemente en la conducción italiana. Carente de todas aquellas normas que considerábamos imprescindibles para ser correcta, fiable y, sobre todo segura. Parecen jugar con la vida con una inconsciencia magistral. Evaporan la confianza, maltratando y retorciendo la suerte con un sosiego pasmoso. Así a un adelantamiento imposible, le sigue otro, y otro, y otro...

La paz del firmamento italiano contrasta con la bóveda celeste cubriendo los Balcanes, al otro lado del estrecho y alargado mar Adriático. Allí apreciamos espectaculares relámpagos iluminando el horizonte. Nos sorprende su increíble luminosidad. Una vez más, las observaciones de la pareja de civiles -tras curiosear la tormenta- consiguen abrirnos el asombro, bloquear las palabras y conmocionarnos por completo: “Muchachos, no es una tormenta, no son relámpagos. Mirar bien las luces y veréis que tienen origen y final en la superficie, no en el cielo”, nos comentan con total naturalidad. Absortos, observamos que tienen razón. No es el resplandor natural de la vida, sino el perverso reflejo de la muerte. Atendemos en silencio el origen de las luces, seguimos sus trayectorias y estremecidos en horror, las contemplamos al estallar. Son misiles surcando el cielo en busca de la vida, para convertirla en muerte. Me resulta difícil escribir lo que estoy viendo. Es complicado mirar lo que está pasando. No puedo asimilarlo, no puedo creerlo. No puede ser verdad.

Y mientras tanto el tráfico italiano, convertido en mera anécdota, avanza por su ilógico destino, ignorando -después de cientos de estremecimientos- un infierno tan cercano. Entre tanto la pareja de civiles, finalmente se identifica como expertos en armamento, con la misión de revisar y reparar todo aquello que convierte la Fragata Andalucía en un buque militar: “Tiene que estar preparada para cualquier cosa y más ahora”, nos comentan con absoluta tranquilidad.

Hace rato que no abrimos la boca ni sonreímos, somos seres inertes completamente apáticos. En silencio, estupefactos y como hipnotizados, nos acercamos al final del viaje. Atravesamos un puente medieval como principal acceso al puerto militar. Los coches y la gente han quedado fuera. Las ocho y media han alcanzado el presente de esta noche en Bari. La oscuridad domina el ambiente, jugando con una ligera niebla cercana a los muelles. La tenue iluminación artificial deja mucha oscuridad a su alrededor, pero la humedad impregna todos los rincones.

Y la buscamos sin todavía verla. El séquito avanza sigiloso hacia ella, alejada de la realidad y amarrada muy cerca de donde estamos, pero todavía no la divisamos. El final del viaje se acerca cuando giramos detrás del último almacén. Y la Fragata Andalucía aparece al fondo. Con reserva y fatiga, solitaria y alejada. Envuelta en misterio, humedad y silencio. La miramos y pensamos: “Por fin, ¡Aquí está!”. Nos impone su presencia y con inquietante paciencia, finalmente nos detenemos ante nuestro nuevo y obligado hogar. Será nuestra casa durante el resto de la mili. Pero se nos antoja un lugar frio y distante al bienestar.

Justo hoy hace un mes que iniciábamos la mili en Ferrol (España). Ahora estamos subiendo el portalón de la Fragata Andalucía en Bari (Italia). Y los misiles que vemos volar desde aquí, serán nuestro techo durante las próximas semanas: en la guerra de la antigua Yugoslavia.

Los cinco del 6/92 lentamente subimos por primera vez el portalón de la F72, para iniciar nuestra verdadera mili. “Carne fresca” nos gritan al entrar. Justo en el mismo instante, los del 2/92, saltan de alegría al bajar por última vez de la Andalucía. Se van sonrientes, dirección a casa, a la vida civil. “Volvemos a casa por Navidad” gritan algunos de ellos. Mañana repetirán nuestro viaje en avión, pero a la inversa: con destino a la paz y la libertad.

Nos convertimos en el antídoto a la rutina y nos acribillan a consultas al vernos pasar. Lamentablemente no traemos buenas noticias, muchos pensaban volver a casa para finales de año y nada más lejos de la realidad. Sus caras de esperanza se transforman en rabia e insultos al confirmarles que seguirán aquí hasta mediados de enero, como mínimo. Nublando sonrisas, avanzamos rodeados de preguntas y miradas oscuras que se pierden en el suelo maldiciendo todo aquello mal decible. Los insultos retumban a nuestro alrededor, las patadas y puñetazos a las paredes, también. Repartimos con incuestionable tristeza la solicitada fecha de regreso que, les esquiva sin clemencia, burlados por el mundo, obligados al horror, abandonados a un porqué, vacíos de razón.

En un destacable intento por interponer una sonrisa también en nuestros desencajados y asustados rostros, algunas preguntas nos extraen respuestas menos transcendentales: “¿De qué reemplazo sois?”, “¿De dónde eres?”, “¿Como te llamas?”. Agradecemos las primeras sonrisas de complicidad. Nos inspiran algo de confianza y un diminuto atisbo de tranquilidad.

Nos dirigen a la punta delantera del barco, al sollado número 1, el menor y más aislado de los tres destinados a marinería, donde nos instalamos definitivamente. Ocupamos las literas de un rincón, entrando a la derecha. Las que nos indican y que acaban de quedar vacías por algunos de los marineros de reemplazo del segundo del noventa y dos. Dejamos los petates en el suelo y los abrimos. Aquí emprenderemos la difícil tarea de vomitar todo su contenido en una insuficiente taquilla gris. En teoría nos tocarían dos taquillas a cada uno, pero están tomadas y repartidas según la antigüedad de los marineros de reemplazo. Vaciamos ilusiones y esperanzas, con la certeza de estar en un hábitat completamente inhóspito. Sentimos la dulce caricia de las inocentadas sospechosamente cerca y nos aterra un aparente calmado ambiente, capaz de transformarse en décimas de segundo. La desesperación se ve, se respira y se palpa por todo el buque, entre obligados marineros de reemplazo y militares profesionales.

“¿Quién es de Premia?, ¿¡QUIEN ES DE PREMIÀ!?”. Alguien grita entrando en el sollado 1. Un caminar nervioso, una voz irregular y un cuerpo grande y musculado, irrumpen en mi busca. “¡Yo!”, humildemente pronuncio, sin conocer lo correcto de mi rápida pero prudente observación. Y la cara seria, impasible y agresiva se transforma: “Joder tío, yo también, yo también, joder, joder... me cago en Dios, somos del mismo pueblo, ¡qué fuerte!” y se lanza sobre mí. Todavía no sé qué pensar o que hacer, pero él se lanza sobre mí con un abrazo sincero, fuerte y largo. La locura nerviosa y fuerza extrema inicial se transforman en una dulzura casi infantil, difícil de entender. Su felicidad emana como seguramente el tiempo había arrinconado. Se emociona y llora en un abrazo que ninguno de los dos esperaba. Nos fundimos en un tobogán de emociones mientras el resto del sexto nos miran sorprendidos, en un educado y respetuoso silencio. El me pregunta, me interroga e imagina nuestro pueblo en un oasis celestial, buscado en su recuerdo, hallado en nuestro inesperado encuentro. Tras unos minutos dedicados al recuerdo de la vida civil, se disculpa por haberme interrumpido y desaparece, aunque su aullido resuena mientras se va: “Somos de Premia, ¡SOMOS DE PREMIÀ!”

La paciencia desemboca en patadas para conseguir meter la ropa en las taquillas hasta conseguir cerrarlas. Justo cuando llaman a cenar. Llegamos al comedor con alguna dificultad, suerte de las indicaciones que nos van dando por el camino. La línea del comedor está abierta y cogemos bandeja, cubiertos, vaso y servilleta. Miramos lo que hay para cenar mientras esperamos que nos indiquen si nos servimos o nos sirven, como pasaba en el CIM. Y de nuevo aparece una voz conocida desde el otro lado de la línea, dentro de la cocina. Me señala y grita a todos los que están en el comedor: “Este es de mi pueblo, este es de Premia: Como me entere que alguien lo putea se las verá conmigo: ¡ENTENDIDO!”. Me estoy muriendo de vergüenza, yo que quería pasar desapercibido y ahora todos se están quedando con mi cara. Me mira y guiña un ojo sonriendo. Le devuelvo una mirada de aprobación, pues palabras no puedo construir, en tal situación. Jesús a mi lado me dice al oído: “¡Joder macho!”. Le miro y entiende perfectamente mi respuesta.

Con la cena en las bandejas nos giramos y buscamos una mesa para sentarnos. La mayoría son para seis y ante nuestras dudas, nos lo indican: “Eh!, pelones, vuestra mesa es esa: La última de la fila”. “Nunca os sentéis en otra mesa que no sea esa, a no ser que un veterano os lo diga”. Así que ocupamos la mesa indicada de un comedor distribuido por antigüedad. Los más veteranos, junto a la televisión, los más novatos o pelones, tal y como nos han llamado, al otro extremo.

“Hola, soy Alfons, ¿puedo sentarme con vosotros?”. Y ante nuestra -por supuesto- aprobación, se sienta en la sexta plaza libre en la mesa de los 5 del 6/92. Nos explica que es un marinero del tercero del noventa y dos. Natural de Terrassa, ciudad cercana a Barcelona. Yo lo veo como la primera persona preocupada realmente por encender una vela en el desconocido y oscuro entorno que nos rodea, a los cinco recién llegados. Me mira y destaca la suerte que tengo de ser del mismo pueblo que el Cata, el cocinero de la Andalucía. Yo lo pongo en duda, porque solo pretendía pasar inadvertido, pero insiste en que será positivo, muy positivo para mí.

Alfons nos explica la situación actual dentro de la fragata: “El ambiente es muy malo, estamos todos muy quemados, cansados, tristes y cabreados. Llevamos demasiado tiempo aquí y lo peor es que la fecha de regreso, constantemente la van retrasando. Y eso, es desesperante.”

Mientras cenamos y vamos hablando, Miguel, nos mira, sonríe y dice: “Pues eso pelones, por si no lo tenéis claro… Somos el último de la fila”. “Eso parece”, le contesto. A lo que Jesús añade: “Tanto tienes, tanto vales; no se puede remediar…”. Y los 5 al unísono, levantamos nuestros vasos de agua y brindando, cantamos juntos en voz baja: “Si eres de los que no tienen, a galeras a remar”.

Proximamente, nuevos capitulos.






















Enero 1993

































Febrero 1993






























Marzo 1993

































Abril 1993
































Mayo 1993

































Junio 1993
































Julio 1993

































Agosto 1993











Jordi Centelles i Gavin

Hola!

Soy en Jordi, un joven nacido en 1973.
Imagino que joven y 1973 ya no van de la mano, pero que más da si a mí me hace sentir bien.

Vivo en La Vall de Camprodon, en el Pirineo, pero muy cerca del Mediterráneo… qué maravilla de lugar.

Poco antes de irme a la mili, me regalaron una agenda: "Seguro que tendrás muchas cosas para escribir". Sonreí y la agenda se convirtió en mi diario. Aquí, esas vivencias las podéis leer, escuchar, ver y sentir, en este DIARIO DE SENSACIONES.

Espero que os guste!

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